martes, 10 de marzo de 2009

Vergüenza torera

Mirad que joya, escrito hace cien años por un panameño de nombre Ricardo Miró

Manolillo erguía su cuerpo ágil y serpentino mientras el mozo de estoques le apretaba fuertemente en torno de la femenina cintura la faja de un vivo color de sangre . Ni un músculo alterado, ni un ademán de impaciencia denotaban en él el nerviosismo propio de aquel día trascendental en la historia de su vida torera.
Estaba impasible, con aquella serenidad que le había valido tan estruendosas ovaciones y tantas cartas perfumadas. Al frente, arrellanados en dos poltronas, don Pepe y el padre de Manolillo, fumando dos puros, hablaban de cosas viejas, rememorando hechos que quizás ellos solos recordaban .
Era aquella una familia de toreros valientes y pundonorosos, que había dado días de gloria al genuino arte español . Don Pepe había sido picador de Frascuelo, y don Rafael, el padre de Manolillo, fue banderillero de confianza del Califa, el más grande de todos los Rafaeles .
Hoy, viejos y solos, recordaban aquellos tiempos en que los toreros tenían menos pretensiones y más vergüenza .
De vez en vez, don Rafael miraba a su hijo, y una sonrisa de satisfacción le llenaba la boca y le encendía los ojos . Indudablemente, su hijo llegaría porque tenía lo principal : valor y serenidad; además, el chavalillo sabía pa qué servía el capote y lo que hay que hacer con la muleta y con el estoque .
- Te aseguro, Rafaé, que los óleos y la alternativa no los he tomao nunca, pero yo no estaría tan tranquilo como está er nene éste.
-En después de too, qué? . . .Lo mismo da toreá Veraguas que miuras de seis años . . .A la hora de diñala . . .
- Si no es por los toros, hombre, es por el público, por la ceremonia.
- Y es que te has pensao que er chico se va a casá? . . .
- Lo que estoy pensando es que ahora que me he ido de los toros es que me he venío a tomó asco . . .
- Pues yo no, ya ves ; si tuviera piernas entoavia, me verías llame con los toros a pescozones, como antes.
-Y el primer día te llevaban ar cementerio.
- Créeme, Pepe : er que se va a morí, se muere . Te acuerdas de Nini, que no quiso matá aquer toro tuerto de don Eduardo, y que por eso se lo llevaron a la Cárcel y que estando en la cárcel se puso a fumá un puro y se le atragantó er humo y se murió? . . .Pus, bueno, era que se tenía que morí aquer día, créeme.
- Pus si no hubiera fumao er puro . . .
Entonces le da la difteria o er cólera y se hubiera muerto de toos modos.
- Qué hora tiene usted, padre? - interrumpió Manolillo, que llegó montera en mano, completamente vestido.
- Las cuatro menos veinte minutos. . .Tienes tiempo.
- No ; me voy de una vez, porque quiero ir a buscar a don Vicente al hotel.
- Entonces, pues, andando. Y el joven, que debía doctorarse en tauromaquia aquella tarde, salió seguido de los dos viejos toreros encanecidos.
- En la puerta de la calle se despidieron.
- Hasta luego, pues . En el patio nos veremos antes del paseo.
- Adiós.
La plaza estaba deslumbrante en aquella hermosa tarde de julio.
La alegría y la transparencia cristalina de aquel cielo andaluz parecía haberse comunicado a los espíritus, y por todas partes se veían caras risueñas, y se oían carcajadas y gritos que se mezclaban con el vocear de los vendedores de dulces y manzanilla . Ni una localidad vacía, ni un hueco en los tendidos, como si todo Sevilla se hubiera dado cita para presenciar la alternativa de Manolillo, el torero más gitano, más elegante y de más coraje que había dado la tierra de María Santísima . El reloj marcó las cuatro y millares de pitos y cencerros recordaron al Presidente que había llegado la hora . La autoridad salió al palco y agitó en el aire el tradicional pañuelo . A los sones de una alegre marcha, la deslumbrante cuadrilla apareció en el ruedo . Manolillo iba más sereno,más guapo, más elegante que nunca, luciendo un riquísimo traje azul y oro . A su lado, la figura desgarbada del enorme Vicente Pastor se gravaba, dolorosamente antiestética . Y la gente aplaudía, frenética al ver juntos, por primera vez, al colosal matador madrileño con el finísimo y valiente torero del Barrio de Triana.
Al saludar ante la Presidencia, la cuadrilla se deshizo y los matadores fueron obligados a dar la vuelta al ruedo, en medio de una ovación delirante . La calma se hizo cuando sonó el clarín y apareció en la arena, como una tempestad, el primer miura de la tarde.
De salida se arrancó al primero de tanda y le hirió el caballo en la mitad del pecho . La sangre brotó tumultuosamente como si se rompiese un tonel, y el caballo, después de tambalearse como ebrio, cayó inmóvil, muerto . Siguió sobre el segundo y, con una feroz acometida, lanzó caballo y picador dentro del callejón, con una voltereta inverosímil . Las gentes aplaudían la bravura de aquel hermoso ejemplar de don Eduardo, y en medio de la ovación y tras un capotazo para fijar el toro, Manolillo se arrodilló, aguantó valientemente, y en una bellísima larga cambiada, sacó el hermoso bruto, loco, hambriento, detrás de los pliegues de su maravilloso capote . La ovación recrudeció y en medio de un ruido ensordecedor, el bravo muchacho se levantó y dibujó una serie de verónicas, navarras, lances
de frente, por detrás, ceñido, estirando los brazos sin mover los pies, cuadrado en un palmo de terreno, volviendo sólo la cara sonriente y la serpentina cintura, y terminó con un recorte, echado el capote hacia atrás y presentando, en un arranque lleno de coraje su cuerpo desnudo al toro que había quedado deshecho, asombrado, jadeante . . .
La ovación fue enorme . No se recordaba haber visto nunca rada igual en arte, en elegancia, en valentía ; y los puros y las flores llovían desde los tendidos, borrachos de luz, de sangre, de miedo, de alegría.
Y se pasó a varas. El segundo tercio fue emocionante . El toro era potente y certero, y a cada acometida dejaba en tierra un jaco listo para el arrastre . Vicente y Manolillo se lucían en quites porque el miura era noble a más no poder y acudía siempre a los capotes, yéndose entre los vuelos del percal como hipnotizado por la viveza de los colores.
Se pasó a banderillas sin ningún incidente y vino la hora suprema.
Vicente empuñó muleta y estoques, saludó a la Presidencia, y llevando a Manolillo hasta el centro de la plaza, montera en mano, después de las faenas de rúbrica, le entregó los trastos que le daban el codiciado título . La gente aplaudió frenéticamente, y Manolillo fuese en busca de su enemigo.
Llegó con serenidad y se cuadró delante del toro, llevando muleta y estoque preparados para un pase ayudado, pero el toro no se arrancó . Tras una oportuna vuelta que hizo dar al cornúpedo un peón, enmendó y tomó la muleta en la derecha para dar un pase natural . El toro no se arrancó . Tras una oportuna vuelta que hizo dar al cornúpedo un peón, enmendó y tomó la muleta en la derecha para dar un pase natural . El toro se arrancó y la muleta barrió el lomo del animal . Manolillo se confió, entonces, y la faena de la muleta fue magistral, llena de valentía y de arte, hasta que el muchacho, perfilándose, entró derecho, cruzando a maravilla, y dejó media estocada lagartijera colocada en las propias agujas . El toro dio una vuelta, quedose inmóvil, mirando a su enemigo, y repentinamente cayó al suelo, muerto.
Blusas, gorras, abanicos y flores llenaron la arena y el arrastre se hizo sin intervención del puntillero, porque Manolillo le había partido el corazón al toro.
Salió el segundo de los miuras, grande, astifino, color jabonero.
Vicente quiso torearlo y tras la primera verónica el toro se fue suelto.
Intervinieron los peones para fijar el bruto, pero el toro no hacía caso de capotes y se arrancaba caprichosamente hacia cualquier punto . Entre una bronca espantosa, el toro recibió dos puyasos y, al fin, el Presidente tuvo que ordenar que el miura fuese fogueado . La tarea se hizo difícil porque el toro desarmaba, y con dos pares de banderillas fue terminado el segundo tercio y se pasó a la suerte suprema.
Vicente Pastor requirió espada y muleta y previo saludo de rúbrica fue en busca del toro . Un silencio solemne caía de las gradas, llenas de gentes angustiadas con el presagio de la tragedia . El toro se defendía, arrimado a los tableros, en la querencia de un caballo muerto.
Hasta allá fue el bravo madrileño, serenamente, tranquilamente, con esa impasibilidad de excelso y divino Pastor, y abrió la muleta ante la cabeza del toro, a un metro de los pitones, clavado en la tierra como una estatua.
El toro arrancó de pronto, y al verse burlado tornó de nuevo a su querencia . Vicente, entonces, comenzó una serie de hábiles y valientes pases de latiguillo y sacó al toro de las tablas, entre una delirante ovación hecha a su valor y su talento . Ya en los medios, abrió las muletas para dar un pase natural con la mano izquierda, pero el toro se colocó horriblemente, atropellando al torero y llevándose los alamares de la chaquetilla y la pechera de la camisa, y volvió a su sitio de defensa . Pastor se llenó entonces de coraje . En el grave silencio de aquel momento supremo podía oírse el jadear de su respiración y el resoplar del toro sediento de hacer presa . Le dio unos cuantos talonazos en que se adivinaba la rabia que poseía y se perfiló de matar; pero la fiera se arrancó, saliendo con la espada en los cuernos y arrojándolo lejos . Un grito inmenso, de espanto, llenó la plaza ; los peones intervinieron con sus capotes y lleváronse el toro, que Manolillo le había quitado a Vicente con un gran quite.
Pastor se incorporó, quiso tomar de nuevo espada y muleta, pero Manolillo y los peones se opusieron y fue llevado a la enfermería.
El joven doctorado tenía, pues, que demostrar que era digno del honor que acababa de serle concedido, y tirando majamente el capote, requirió espada y muleta y se fue al toro.
Al abrir la muleta, el toro se arrancó desparramado y se fue tras de un banderillero que se echó de cabeza al callejón.
El pánico reinaba en el ruedo y todo era confusión . Sólo había dos hombres serenos : Manolillo, en medio de la arena, y don Rafael, su padre, en el tendido, siguiendo todas las peripecias de la lid.
El muchacho buscó nuevamente a su enemigo y, confiándose indeciblemente, con una tranquilidad pasmosa, abrió la muleta y provocó al toro, golpeando en la arena con el pie . El animal se arrancó de nuevo y alcanzó al torero, zarandeándolo en el aire horriblemente y tirándolo en tierra, lejos, Manolillo se puso de pies,
sin verse la pechera rota y ensangrentada, recogió los trastos rápidamente y buscó al toro.
De las gradas bajaban gritos de espanto y de protesta.
- No lo mates. . . No lo mates . . .- gritaban de todas partes. Señor Presidente. . .-eso no es toro. . . Al corral. Pero Manolillo no oía y peleaba con el toro, librándose hábilmente de las tarascadas de la fiera que se colocaba en cada pase que intentaba el muchacho.
-¡No lo mates! . . .- insisía la gente. El vocerío tomó proporciones de bronca, y el Presidente, al fin, agitó el pañuelo, y los clarines sonaron para retirar el toro al corral. Manolillo bajó la frente y dos lágrimas surcaron sus mejillas ; pero entonces oyó una voz estentórea y clara que gritó:
- Manolillo : ¡mátalo! . . . ¡Mátalo o que te mate, Manolillo! . . . El muchacho alzó la cabeza, buscó y se encontró con los ojos de su padre, y una sonrisa de satisfacción, una sonrisa de no verse tan sólo, le iluminó el rostro, mientras el viejo gritaba, enloquecido:
- Máatalo, Manolillo! . . .Máatalo ó que te mate! . . . Manolillo se fue al toro nuevamente y la bronca, que se había apaciguado, recrudeció ensordecedora y amenazante . Era una protesta unánime lanzada al viento por quince mil gargantas roncas de espantó ; pero Manolillo estaba impasible, desplegaba la muleta en el
hocico ensangrentado del animal . Comenzaron a caer almohadillas y frutas, y en algunos lugares de la plaza se hacían hogueras . El Presidente hizo una señal y los guardianes civiles comenzaron a llenar el callejón . Manolillo miró por última vez a su padre y lo oyó gritar desaforadamente, los brazos en alto y la cana cabeza descubierta:
- Máatalo, Manolillo! . . . iMáatalo o que te mate! . . . Y se perfiló y entró a matar resueltamente . Un sólo grito inmenso llenó los aires y por un momento hombre y fiera formaron un grupo confuso ante los ojos aterrados de los espectadores . Por fin, Manolillo cayó en tierra, inmóvil, pálido . El toro vino tras él para recogerlo, pero le faltó la vida y se echó mansamente, para morir al lado de su matador y de su víctima.
Un silenció sombrío cayó sobre los tendidos, mientras las gentes, consternadas, huían de las gradas buscando una salida más rápida que las librara de aquella horrenda visión de sangre, y en lo alto de la asta de la fachada la bandera española tremolaba indiferente sobre el fondo del cielo azul, napólitanamente azul.
- Tú has tenido la culpa, Rafaé . . .Hiciste mal . . .Hiciste mal . . . Don Rafael se enjugó las lágrimas y soltándose de los brazos de su primo, le gritó:
- Que hice mal, dices? . . .
- Sí, hiciste mal, Rafaé . . .
- No, no hice mal . . .El debía matá al toro ó er toro lo debía matá a él . ..Eso manda la vergüenza torera . . .la vergüenza que nosotros conocemos.
- Pero si allí en la plaza no había nadie que supiera de toros.
- Cómo que no había nadie? . . . ¡Estabas tú, estaba él y estaba yo! . . .

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