viernes, 15 de noviembre de 2013

Ay torillo de Hato Blanco...


Texto Inma León, Fotos Miguel Ventura

 Cortijo de Hato Blanco.
Es imposible adentrarse en la finca de Hato Blanco y dejar de pensar en aquella letrilla del toro de este hierro que pasta en estas marismas. Una tierra donde en el ecuador de la primavera descansan algunas hermandades con la meta de llegar ante la Blanca Paloma y un torillo llora mientras ve alejarse la hilera de carretas “porque quiere ser buey manso 'pa' tirar de un Simpecao” ('Que Dios reparta suerte', de José León). Es imposible, pues es fácil imaginarlo si una deja volar su mente y, sinceramente, es una atrocidad estar en ese mágico lugar y no dejar que vuele.

Hablar del alma de la marisma es hablar de Hato Blanco, es hablar de la pureza, de la idiosincrasia de una casa, de unos valores fundamentales de los Campos Peña, que han pasado de padres a hijos y a nietos; de respeto hacia el toro bravo y el caballo y de la propia historia del toreo. Hablar del alma de la marisma es hablar de las faenas de campo, del manejo con soltura del ganado y como no, del acoso y derribo.

Y precisamente esa espléndida mañana otoñal presagiaba lo mejor. Muy temprano en dirección a Aznalcázar partimos una expedición un tanto variopinta –José León, Jaime Roldán, Miguel Ventura, Andrés, Eduardo y una servidora, cuatro artistas de la palabra y de la imagen, un buen amigo curioso y una periodista-- para ser testigo de la faena de campo por antonomasia, acosar y derribar a un animal con el fin de probar su bravura.
 
Pero claro este arte, porque para mí es un arte que entraña mucha dificultad como el que canta, baila, pinta o escribe, iba a ser practicado por los mejores pues 'la creme de la creme' estaba reunida desde primeras horas de la mañana en el corredero de estas marismas azules. Nombres que sólo con pronunciarlos causan respeto en este mundo y fuera de él, Ernesto Campos Peña, sus hijos Ernesto, Curro y Manuel, que lo llevan en la sangre; Álvaro Domecq con sus sobrinos; Manolo González con su hijo y los Guardiola ante la atenta mirada de Jaime, un maestro de maestros en esta materia.

Personas que llevan en su ADN las buenas formas de coger la garrocha, de montar a caballo, de saber ver la embestida del becerro al que persiguen en línea recta, y con la capacidad de pararle los pies a galope tendido con el fin de voltearlo tras empujarlo en los cuartos traseros. Y todo ello a campo abierto, de ahí su grandeza, ya que pudiendo huir acometían contra el picador porque no se rendían al sentir el puyazo. Dicen que es la faena de campo más antigua y más pura y, aunque hoy día hay incluso campeonatos, en las casas más señeras de la baja Andalucía para nada está en desuso.

Hablar de Ernesto es hablar de bondad, de saber andar a caballo y ante la vida, y de un hombre que ha inculcado sus buenas costumbres a sus hijos, que él a su vez ha heredado de sus antepasados, y que ha sabido sembrar la semilla, pues nada más que hay que ver a su hijo Manuel de doce años, del que me atrevo a decir que es un niño prodigio en esto de acosar y derribar y seguramente en lo que se proponga.

Pero cambiando de tercio... no me hubiera perdonado pisar este templo del campo bravo y dejar de imaginar aquella anécdota de José y Juan que han contado cabezas que han peinado canas o que no han peinado nada y que ocurrió en Hato Blanco. Parece que no ha pasado el tiempo por esas paredes encaladas de la vieja placita de tientas, que hoy día conserva el palquillo, y que fueron testigos del primer encuentro entre los eternos rivales en la plaza e inmensos amigos fuera de ella, los mayores protagonistas de la maravillosa Edad de Oro del toreo y de la historia misma.

Fue en esta finca el primer encuentro entre ambos cuando Joselito era ya novillero famoso y Belmonte aún luchaba por abrirse camino a principios del siglo pasado. El primero, altivo porque se lo podía permitir y sin estar dispuesto a que se le posara una mosca en la solapa, le advirtió a aquel jovenzuelo de pies planos cuando se fue hacia la becerra: “En ese terreno te va a coger, muchacho”. Belmonte, también característico de su peculiar forma de ser, ni se inmutó y lógicamente se llevó la voltereta, pero insistió el trianero y, tras conseguir torear al animal, se encaró con Gallito: “Que me iba a coger ya lo sabía yo, pero por ahí es donde estaba la gracia de torearla”.

Han pasado muchos años desde aquel primer cruce de miradas pero todo mantiene su esencia, que es lo fundamental para que algo perdure por los siglos de los siglos como los secretos de Hato Blanco, el acoso y derribo y la propia Fiesta de los toros, tradiciones invencibles aunque vengan nuevos tiempos por eso precisamente, por su grandeza.






Ernesto Campos Peña saluda a José León, junto a sus hijos Curro y Manuel 





Álvaro Domecq y Jaime Guardiola, dos maestros.


Ernesto Campos Peña, un señor a caballo.




















 Parte de la expedición...falta Miguel Ventura, 
que está disparando tras encontrar sus gafas. 

No hay comentarios:

Haciendo hilo

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...