Aquel 30 de agosto de 1985 la plaza de Colmenar Viejo era uno de los tantos días en el que los aficionados se disponen con alegría vivir una tarde de toros, en el cartel alternaban Antoñete, José Luis Palomar y José Cubero Yiyo, que sustituía de Curro Romero en el cartel.
Yiyo era un presente gozoso y representaba, a sus 21 años, un futuro aún mucho más esperanzador. Hacía el toreo con una gran verdad, tenía corazón, arte y valor. Los aficionados estábamos convencidos que estaba llamado a marcar una época en la historia del toreo y estoy seguro que si la fatalidad no se hubiera interpuesto en el camino, el toreo de los años siguientes hubiera tenido otros matices.
José Cubero, con la precocidad de los grandes, era el estandarte y la esperanza de los aficionados que admiran el toreo clásico, se puede decir que siendo torero de Madrid, era el sucesor natural de Antonio Chenel Antoñete, compañero de cartel en la fatídica tarde de Colmenar Viejo. Había surgido de la Escuela Taurina de Madrid, cuyos profesores le dieron a conocer junto a Julián Maestro y Lucio Sandín con un cartel llamado Los tres príncipes del toreo, de los que José Cubero resultó el más destacado.
Yiyo era poseedor de un valor muy profundo, muy tapado por torear con una difícil facilidad, naturalidad y elegancia. La suya era una elegancia en extremo proporcionada y con unos movimientos acompasados. Sentía el toreo y se recreaba ante el toro y estas dos circunstancias acrecentaban el magnetismo que provocaba su figura. Como vulgarmente se dice, llenaba plaza. Era un artista muy poderoso y con un concepto del toreo de un acendrado clasicismo. Una de sus premisas era no agobiar al toro, le gustaba que se le viniera tras citar, dándole el medio pecho con la muleta adelantada. Tenía, además, la cabeza muy bien puesta para ver al toro y junto a esta claridad de ideas sumó una técnica muy depurada.
A veces no se le daban importancia a unas faenas que eran como una sinfonía en la que la melodía todo lo dulcifica; tal era la limpieza con la que adornaba los pases, la cadencia de movimientos y lo muy acompasada que su figura lucía ante el toro. Así era el Yiyo matador de toros. En su trato personal era un joven veinteañero extraordinario, que rebosaba alegría a todos los que le rodeaban. Tenía a dos grandes admiradores que le acompañaban por todos los rincones de España a donde él toreaba, uno era el periodista Antonio D. Olano, el otro el afamado peluquero Eulogio Nuñez; los dos lo vieron morir en aquella corrida de aquella fatídica tarde de Colmenar Viejo.
[...]
Aquel 30 de agosto de 1985, José no toreaba, no tenía corrida este día y tenía previsto escaparse unos días de descanso hasta el siguiente compromiso. Llamaron a última hora a Tomás Redondo para que sustituyera a Curro Romero que había presentado un parte médico y no podía acudir a la cita. Redondo llamó inmediatamente al joven torero y le dijo que se preparase para torear el día siguiente en Colmenar.
Yiyo se presentó radiante al patio de cuadrillas vestido con un terno azul marino y oro que tan solo quince días antes un toro de Murube le había destrozado en el Puerto de Santa María y volvía a lucir tras pasar por el sastre. Tenía una pequeña herida en la comisura de los labios producida en la voltereta de este toro del Puerto, pero lucía radiante y se le veía una actitud majestuosa de un torero seguro de sí mismo y de sus propias posibilidades. Elegantísimo y risueño se dispuso presto a iniciar el paseíllo.
La corrida, salvo el muy terciado y protestado segundo, tuvo mucha seriedad; los toros lucían unas astifinas defensas. Antoñete estuvo bien y José Luis Palomar cortó una oreja, el Yiyo tuvo un tercero reservón y no pudo redondear, fue aplaudido y el torero rumiaría su frustración.
Sirva este artículo escrito por Tolo Payeras en el vigésimo primer aniversario para mantener vivo el recuerdo del Principe del Toreo, también para manifestar el gran respeto y admiración por todos los toreros que los verdaderos aficionados al toro deberiamos tener, como dijo "Juncal"... "la muerte está al servicio de los toreros, par darles la gloria y la inmortalidad...", por ello mientras haya gente que recuerde a personajes como YIYO, la fiesta seguirá viva.
Yiyo era un presente gozoso y representaba, a sus 21 años, un futuro aún mucho más esperanzador. Hacía el toreo con una gran verdad, tenía corazón, arte y valor. Los aficionados estábamos convencidos que estaba llamado a marcar una época en la historia del toreo y estoy seguro que si la fatalidad no se hubiera interpuesto en el camino, el toreo de los años siguientes hubiera tenido otros matices.
José Cubero, con la precocidad de los grandes, era el estandarte y la esperanza de los aficionados que admiran el toreo clásico, se puede decir que siendo torero de Madrid, era el sucesor natural de Antonio Chenel Antoñete, compañero de cartel en la fatídica tarde de Colmenar Viejo. Había surgido de la Escuela Taurina de Madrid, cuyos profesores le dieron a conocer junto a Julián Maestro y Lucio Sandín con un cartel llamado Los tres príncipes del toreo, de los que José Cubero resultó el más destacado.
Yiyo era poseedor de un valor muy profundo, muy tapado por torear con una difícil facilidad, naturalidad y elegancia. La suya era una elegancia en extremo proporcionada y con unos movimientos acompasados. Sentía el toreo y se recreaba ante el toro y estas dos circunstancias acrecentaban el magnetismo que provocaba su figura. Como vulgarmente se dice, llenaba plaza. Era un artista muy poderoso y con un concepto del toreo de un acendrado clasicismo. Una de sus premisas era no agobiar al toro, le gustaba que se le viniera tras citar, dándole el medio pecho con la muleta adelantada. Tenía, además, la cabeza muy bien puesta para ver al toro y junto a esta claridad de ideas sumó una técnica muy depurada.
A veces no se le daban importancia a unas faenas que eran como una sinfonía en la que la melodía todo lo dulcifica; tal era la limpieza con la que adornaba los pases, la cadencia de movimientos y lo muy acompasada que su figura lucía ante el toro. Así era el Yiyo matador de toros. En su trato personal era un joven veinteañero extraordinario, que rebosaba alegría a todos los que le rodeaban. Tenía a dos grandes admiradores que le acompañaban por todos los rincones de España a donde él toreaba, uno era el periodista Antonio D. Olano, el otro el afamado peluquero Eulogio Nuñez; los dos lo vieron morir en aquella corrida de aquella fatídica tarde de Colmenar Viejo.
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Aquel 30 de agosto de 1985, José no toreaba, no tenía corrida este día y tenía previsto escaparse unos días de descanso hasta el siguiente compromiso. Llamaron a última hora a Tomás Redondo para que sustituyera a Curro Romero que había presentado un parte médico y no podía acudir a la cita. Redondo llamó inmediatamente al joven torero y le dijo que se preparase para torear el día siguiente en Colmenar.
Yiyo se presentó radiante al patio de cuadrillas vestido con un terno azul marino y oro que tan solo quince días antes un toro de Murube le había destrozado en el Puerto de Santa María y volvía a lucir tras pasar por el sastre. Tenía una pequeña herida en la comisura de los labios producida en la voltereta de este toro del Puerto, pero lucía radiante y se le veía una actitud majestuosa de un torero seguro de sí mismo y de sus propias posibilidades. Elegantísimo y risueño se dispuso presto a iniciar el paseíllo.
La corrida, salvo el muy terciado y protestado segundo, tuvo mucha seriedad; los toros lucían unas astifinas defensas. Antoñete estuvo bien y José Luis Palomar cortó una oreja, el Yiyo tuvo un tercero reservón y no pudo redondear, fue aplaudido y el torero rumiaría su frustración.
Sirva este artículo escrito por Tolo Payeras en el vigésimo primer aniversario para mantener vivo el recuerdo del Principe del Toreo, también para manifestar el gran respeto y admiración por todos los toreros que los verdaderos aficionados al toro deberiamos tener, como dijo "Juncal"... "la muerte está al servicio de los toreros, par darles la gloria y la inmortalidad...", por ello mientras haya gente que recuerde a personajes como YIYO, la fiesta seguirá viva.
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