El toro de la palabra, publicado en Abc de Sevilla en Agosto pasado
Por Antonio García Barbeito
Ciertos son los toros.
Se veía venir. El nacionalismo, convertido en espada —no en torero, en espada—, tenía el insomnio de matar al último toro, antes de que al echarse a dormir se le convirtiera en pesadilla. Ciertos son los toros. Por más que la res se amosquilara, por más que se aspeara las patas huyendo —que no es lo suyo—, la hubieran buscado allí donde fuera, y la hubieran hallado para ese fin, por más avisada que estuviera. No había cacho en el que el toro pudiera sentirse seguro, por más aplomos que lo sostuvieran. Ese chorreado en verdugo con determinados colores —rojigualdo, para qué negarlo, y por nombre «Nacional»— lo tenía sentenciado. Lo esperaban, además, en la contraquerencia, para que se confiara. Y embarbarlo. Es mucho toro ese toro, y no era cosa ni de dejarlo que campara, feliz y madrigado, entre las hembras escogidas. Porque no defienden al toro que dicen defender, en un dudoso sentido de la lástima bajo el que tiembla la verdadera y triste intención cercenadora; sepamos que si al abolir las corridas de toros no acaban con el toro, descuernan, hasta dejarlo descepado, algo más común a Cataluña, a España: el lenguaje que nació del toro, con el toro, por el toro. Y para el español.
Ahí está uno de los mayores daños, en el lenguaje. Porque al abolir en Cataluña la Fiesta Nacional, desmochan palabras, afeitan verbos, mancuernan frases, hierran con olvido términos riquísimos… Más de mil palabras perderán su sentido práctico, no tendrán una referencia cercana ni una razón de uso, al arrancarles el universo que las motiva. Más de mil palabras quedarían vagando en el vacío —avergonzadas en los trascorrales del alfabeto como indeseada y espuria grafía— sin tener dónde posarse para tener exacto sentido. El toro ha creado un lenguaje en su desarrollo no solo en la Fiesta sino en todos los ámbitos de la sociedad, giros exactos para poder pronunciarlo todo de manera distinta y rotunda. Y si cabe, más bella. Habrá hombres que cuasi enmudezcan al no tener a mano las razones que mueven su lenguaje, esas faenas, desde el campo al taxidermista, que despliegan un riquísimo mapa de sonidos únicos. ¿Qué intención asiste a los antitaurinos para acabar con toda huella taurómaca en Cataluña? ¿Fobia a España como concepto de nación principal? Quizá sea bueno recordar a Julián Marías, quien dejó pensamientos muy interesantes, muy ricos, sobre España, y en España, sobre Cataluña: «… el catalán siente veleidades en algunas ocasiones de renunciar a la realidad no catalana, porque cree que le es impuesta, y automáticamente reacciona con un mecánico desvío; pero si hiciera el experimento mental de despojarse de la íntegra condición española, se sentiría desnudo y en un intolerable exilio: el exilio de sí mismo.»El peor exilio, «el exilio de sí mismo», la enajenación mental, el ciego autismo de quienes no quieren saber nada fuera de sí. Tomen nota algunos de los que creen que hallarían alivio al despojarse de España, que pudieran estar despojándose de su más clara identidad. Así que, le pese a quien le pese, y con la autorización de don Julián, son, «quieran o no», inevitablemente españoles, porque siendo catalanes de manera natural —no con artificios nacionalistas y queriendo serlo solo en las diferencias—, son españoles.
Y viene ahora el nacionalismo —que no sabe de toros— a convertir en desecho de tienta al que se crece en la llama del dolor como una pirausta. La que peligra de verdad es la vida del toro de la palabra, ese toro que es de todos, que corretea en todas las voces, que se hace exacta metáfora allí donde es preciso, y si no, a ver cómo resolvemos mejor algunos asuntos que dándoles con la gracia torera «una larga cambiada». Es el toro del lenguaje el que matan al pretender salvar el sufrimiento de un animal que en la lucha en el ruedo no está indefenso. Prohíben la tauromaquia y dejan tartamuda la lengua que lleva siglos expresándose con giros jamás desahijados del mundo del toro ni de la calle. El toro ha aportado al español una riqueza no solo eufónica sino básica en la palabra diaria, la palabra que usan incluso muchos de los que pudieran estar en contra de las corridas de toros. El lenguaje es un toro vivo, nunca abanto y corretón, siempre con fijeza, aunque tardee; es un toro, pues, la palabra. Y a ese «toro» no podemos echarlo a la dehesa del olvido como si se tratara de un marrajo que calamocheara y no saliera de un soliloquio de hachazos y gañafones. El toro del lenguaje es un toro boyante, regordío de semántica, pastueño, sobrado y rebosado de riqueza sonora; nunca un mudo buey que no va más allá de un monosílabo de zumbas de eunucos. Un respeto al toro de la palabra. Cerrar los cosos es también cerrar un diccionario. Amén de tronchar plumas, pinceles y gubias, manchar partituras y descordar guitarras, y cerrarles las puertas a jornales y oficios, que también el toro es una fábrica animal que reparte más pan que sangre; una vida que se sacrifica para seguir viviendo y repartir vida, como una semilla que cayera a la tierra para asegurar su primavera.
Dejémonos de voces que son como casas sin ventanas, dejémonos de ponerles oídos a quienes, en nombre del tornillazo de una idea sin ton ni son, solo tienden a la vuelta a la tribu más perniciosa. Sepamos, sin olvidarlo, que si alguna vez los españoles fuésemos capaces de esmerarnos en el diseño de nuestras regiones, no desuniéndolas sino ampliándolas, poniendo en el horizonte aspectos humanos esenciales y no particularistas, entonces tendríamos el camino allanado para lograr la excelsa categoría de hombre, sin renunciar a la identidad original. Pero hay quien hace de su capa un sayo y, a su antojo, y sobre todo a deshora, cambia la seda por el percal sin que hayan sonado los clarines oportunos. Hay quien saca pañuelo verde contra la opinión del público soberano. Hay quienes, al parecer, con tal de prohibir las corridas de toros, ven bien que la riqueza de la dehesa se ensilvezca como un inhóspito espartizal.
Toro cuajado el lenguaje, semental sobresaliente para la cubrición que propicie nuevos nacimientos orales, que no han cesado en su parición las palabras, los términos que nos llegaron del exquisito mundo que vino de las ganaderías. Jabonero, bocinegro, lavado, pujante, rabicano, limpio, salinero, tostado, listón, zancudo, lombardo, meano, zaíno, zanquilargo, mulato, ojalado, pajizo, playero, rebarbo, zambombo. ¿Más trapío, más belleza bautismal? Barbear, acostarse, herradero, embarque, tienta, embroque, encaste, garrocha, encierro, mayoral, conoseó, mozoespada, castoreño, monosabio, alguacilillo, tendido, talanquera, burladero, callejón, capote, muleta, seda y oro, sol y moscas, clarines, albero… ¡Música, maestro!, que la merece el toro del lenguaje, ese toro al que matarían si cerraran los ruedos, redondos universos de una palabra distinta. Ese toro vivo y orgulloso, sonoro y entero, hijo del toro, que suena hermoso en el paladar de un español que lo ha criado de la mano de su lengua en el diario de la elocuencia que se hizo más culta con él, con ese inmenso, bravo, hermoso, bellísimo toro de la palabra taurina.
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