Hace algunos años, cuando yo era pequeña, mi abuelo materno me contaba una historia que no me cansaba de escuchar una y otra vez. Supongo que eso es lo que nos pasa a los niños con los cuentos que nos cuentan nuestros padres o abuelos.
En fin, esa historia hablaba de un niño aficionado al mundo de los toros, y que se llamaba Julián. La familia de Julián era humilde, vivía en una casa en un pueblo de Madrid junto a sus padres y sus tres hermanos. Su historia en el mundo del toreo comenzó a forjarse desde el día en que hizo su Primera Comunión, en cuya celebración toreó su primera vaquilla. Aquello comenzó a dar vueltas en su cabeza como una auténtica obsesión, pues su afición era desmedida, fuera de lo normal. Contaba con una inteligencia descomunal sobre todo lo que entrañaba el toreo; conocía terrenos, distancias y sabía que tenía posibilidades. El niño demostró que aquello lo llevaba en las venas y quería dedicarse a ello el resto de su vida. De esta manera lo llevaron a la Escuela de Madrid su padre y su abuelo, donde tras una prueba con el maestro Gregorio Sánchez y Joaquín Bernardó, que quedaron absortos con la actitud y las aptitudes de aquel rubillo pequeñajo, decidieron darle un sitio dentro de la escuela. Tenían la oportunidad de pulir un diamante en bruto virgen, que nadie hasta ese momento había tocado. Así fue como comenzó la historia de este pequeño, pero gran genio de la tauromaquia. Julián empezó a asistir a clases a la escuela y hacer sus pinitos dentro del mundo taurino, aunque muy lentamente pues era muy pequeño, y por ello tuvo que irse lejos de su familia y sus amigos para buscarse un porvenir al otro lado del charco, en América. Ese niño prodigio fue llamando la atención de todos los que lo veían ponerse delante de las becerras y los novillos, siendo un referente para todo aficionado en aquel país primero, y en la Península después. Manejaba la capa a la perfección, con infinitas variedades, e incluso llegó a inventar dos pases en concreto, a los que bautizó con los apellidos de sus padres como reconocimiento a ellos, “la lopecina” y la “escobina”. También manejaba los palos, quizás haciendo homenaje a su padre que fue novillero y más tarde banderillero, quien siempre estuvo tras de él tratando de que nadie estropeara la carrera que él nunca alcanzó, por malas pasadas que juega el toro a veces. Por supuesto también manejaba la muleta, aunque quizás en ese momento no estuviera todavía el pan terminado de cocer, y le hiciera falta un poco de pausa y de poso para madurar todo lo que le estaba pasando. De esta manera se presentó en la primera plaza del mundo, Las Ventas, donde se presentó sólo en un encierro con 6 novillos cortando las dos orejas al quinto de la tarde, y consiguiendo salir a hombros. Ese mismo año también se presentó en Sevilla y más tarde, se doctoró en el coliseo romano de Nimes (Francia) con tan sólo quince años y once meses, convirtiéndose así en el torero más joven la historia. Poco a poco, sin dar un paso en falso y sabiendo lo que quería en la vida se fue cociendo a fuego lento, y así, casi terminó de madurar, dejando de un lado esa época populista y llegar hasta lo que terminó siendo, uno de los toreros más importantes de España. Todo eso lo reunieron su técnica impresionante, su temple y su magisterio. Aparte de ser buena persona, buen hijo y buen amigo. A los diecinueve años conoció a la mujer de su vida, que consiguió emparentarlo con la familia ganadera más importante del país. Y no olvidemos que un torero necesita a su lado una gran mujer que lo entienda y lo comprenda, pero que sobre todo lo apoye, en lo que es su vida, el toreo.
De esta manera Julián se convirtió en el torero que consiguió llegar a la cumbre, acompañado también por el maestro Roberto Domínguez que supo llevar su carrera a la perfección, avalándole treinta años de matador de toros, y la experiencia del que ha vivido y ha luchado por el mundo del toro.
Y así recuerdo yo cómo mi abuelo me contaba esta bonita historia, de cómo el torero nace y se va forjando hasta llegar a ser un admirado y distinguido maestro.
En fin, esa historia hablaba de un niño aficionado al mundo de los toros, y que se llamaba Julián. La familia de Julián era humilde, vivía en una casa en un pueblo de Madrid junto a sus padres y sus tres hermanos. Su historia en el mundo del toreo comenzó a forjarse desde el día en que hizo su Primera Comunión, en cuya celebración toreó su primera vaquilla. Aquello comenzó a dar vueltas en su cabeza como una auténtica obsesión, pues su afición era desmedida, fuera de lo normal. Contaba con una inteligencia descomunal sobre todo lo que entrañaba el toreo; conocía terrenos, distancias y sabía que tenía posibilidades. El niño demostró que aquello lo llevaba en las venas y quería dedicarse a ello el resto de su vida. De esta manera lo llevaron a la Escuela de Madrid su padre y su abuelo, donde tras una prueba con el maestro Gregorio Sánchez y Joaquín Bernardó, que quedaron absortos con la actitud y las aptitudes de aquel rubillo pequeñajo, decidieron darle un sitio dentro de la escuela. Tenían la oportunidad de pulir un diamante en bruto virgen, que nadie hasta ese momento había tocado. Así fue como comenzó la historia de este pequeño, pero gran genio de la tauromaquia. Julián empezó a asistir a clases a la escuela y hacer sus pinitos dentro del mundo taurino, aunque muy lentamente pues era muy pequeño, y por ello tuvo que irse lejos de su familia y sus amigos para buscarse un porvenir al otro lado del charco, en América. Ese niño prodigio fue llamando la atención de todos los que lo veían ponerse delante de las becerras y los novillos, siendo un referente para todo aficionado en aquel país primero, y en la Península después. Manejaba la capa a la perfección, con infinitas variedades, e incluso llegó a inventar dos pases en concreto, a los que bautizó con los apellidos de sus padres como reconocimiento a ellos, “la lopecina” y la “escobina”. También manejaba los palos, quizás haciendo homenaje a su padre que fue novillero y más tarde banderillero, quien siempre estuvo tras de él tratando de que nadie estropeara la carrera que él nunca alcanzó, por malas pasadas que juega el toro a veces. Por supuesto también manejaba la muleta, aunque quizás en ese momento no estuviera todavía el pan terminado de cocer, y le hiciera falta un poco de pausa y de poso para madurar todo lo que le estaba pasando. De esta manera se presentó en la primera plaza del mundo, Las Ventas, donde se presentó sólo en un encierro con 6 novillos cortando las dos orejas al quinto de la tarde, y consiguiendo salir a hombros. Ese mismo año también se presentó en Sevilla y más tarde, se doctoró en el coliseo romano de Nimes (Francia) con tan sólo quince años y once meses, convirtiéndose así en el torero más joven la historia. Poco a poco, sin dar un paso en falso y sabiendo lo que quería en la vida se fue cociendo a fuego lento, y así, casi terminó de madurar, dejando de un lado esa época populista y llegar hasta lo que terminó siendo, uno de los toreros más importantes de España. Todo eso lo reunieron su técnica impresionante, su temple y su magisterio. Aparte de ser buena persona, buen hijo y buen amigo. A los diecinueve años conoció a la mujer de su vida, que consiguió emparentarlo con la familia ganadera más importante del país. Y no olvidemos que un torero necesita a su lado una gran mujer que lo entienda y lo comprenda, pero que sobre todo lo apoye, en lo que es su vida, el toreo.
De esta manera Julián se convirtió en el torero que consiguió llegar a la cumbre, acompañado también por el maestro Roberto Domínguez que supo llevar su carrera a la perfección, avalándole treinta años de matador de toros, y la experiencia del que ha vivido y ha luchado por el mundo del toro.
Y así recuerdo yo cómo mi abuelo me contaba esta bonita historia, de cómo el torero nace y se va forjando hasta llegar a ser un admirado y distinguido maestro.
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