miércoles, 22 de junio de 2011

UN GAROOCHISTA EN PARÍS. Segunda parte del delicioso artículo de Juan Villa sobre Fernando de Toro

UN ALMONTEÑO EN PARÍS.(por Juan Villa, publicado en Odiel)


         Como dice el dicho, lo prometido es deuda. Terminaba el lunes pasado mi artículo con una expresión de viejo serial: “Continuará...” Dejamos a Fernando de Toro, el ilustre varilarguero almonteño, despidiéndose de este mundo en el año primero del siglo XIX, y anunciando las aventuras de uno de sus descendientes, Manuel de Toro- con la espada en alto en cervantina expresión-, que tocó la cumbre de la fama en el París del romántico y voltario Napoleón III, en el Palacio Real de Versalles en la navidad de 1863.
          Eugenia de Montijo, su mujer, la emperatriz de Francia, andaluza de Granada –a la que Conchita Piquer dedicara uno de sus más arrebatados cuplés- había pasado unos días de la primavera de aquel año en Doñana invitada por su primo, el duque de Medinasidonia, y fue tal el impacto que nuestro centauro local le causó tumbando toros y jabalíes con su garrocha que no se le ocurrió otra cosa a la ociosa señora que llevárselo a la capital de su imperio para imponer la moda de estos alardes ecuestres como “sport” entre sus súbditos. Es esta visita una de las más citadas y celebradas de personajes ilustres a Doñana, hurtada al olvido por un romántico grabado en el que la emperatriz de los franceses aparece gallarda sobre su alazán rodeada de caballistas con catites que azuzan sus perros y sus lanzas a un enorme jabalí que les planta cara con furia y osadía.
         De Cádiz a Marsella en barco y de Marsella a París en tren viajó la pintoresca “trouppe” de caballos, perros, garrochas y garrochistas capitaneados por el almonteño dejando con la boca abierta –supongo- a aquella aristocracia con los días contados. No prosperó el intento de la emperatriz, hacía ya mucho tiempo, siglos, que los caballeros habían abdicado de sus proezas caballerescas a lomos de sus corceles, ahora esas desmesuras eran patrimonio de la plebe: no caló tan tosca y comprometida práctica en la refinada y dulce Francia aunque no deja de tener su gracia el intento de la granadina que le escribió encantada a Medinasidonia después de los episodios: “Mi querido Primo. No te puedes imaginar lo que te agradezco todo lo que has hecho por complacerme, pero te puedo asegurar que hemos quedado muy lucidos los chicos y toda la gente ha salido muy bien de la faena, y yo como te puedes figurar loca de gusto, pues se ha probado que chicos o grandes los jabatos se pueden derribar lo mismo aquí que en el Coto. Memorias a Joaquina y quien te quiere, tu prima. Eugenia. Tullerías en 28 de diciembre, 1863”. Estos aristócratas eran un cielo.
         Qué recuerdo guardaría nuestro garrochista de aquella su singular escaramuza de las Galias, qué les contaría, cómo se la narraría a los cautelosos hombres de la marisma, qué, cómo la entenderían: los soberbios palacios, los jardines ajedrezados tan contrarios a los anárquicos cotos, los fastos, las bellísimas mujeres, los varones atildados, las exquisitas maneras...tomando mosto al pie de la candela a su vuelta a Doñana aquella Navidad memorable, cobijados en sus chozas de brezo en las tardes súbitas de invierno en la Vera mirando las pacíficas vacas de enormes cuernos y las cansinas yeguas regresando a sus refugios nocturnos. Hubiera resultado encantador escucharlo.  

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