Juan triunfó en Almonaster, en la correría que organiza un canal de televisión andaluz.
Foto: Olga HolguínEl día en que Juan conoció al maestro Fernando Botero lo vio vestido de torero. Al pintor se lo había echado a los lomos un toro casi blanco, de esos a los que llaman jaboneros, y Juan había bajado hasta el centro de Medellín para verlo. No entendía cómo ese señor que todo lo veía gordo había salido vivito y coleando de semejante apuro.
Al menos eso les dijo doña Martha, la profesora de la escuela, quien era la que había armado paseo del tercero de primaria al Museo de Antioquia. De niño, Fernando Botero –les explicó la profe– quiso ser torero; pero como no pudo, pintó ese cuadro en el que había decidido autorretratarse a punto de ser corneado por toro. A Juan le sonó la historia. Y le sigue sonando: los sueños se pueden cumplir, a veces no exactos, pero sí parecidos.
Juan Pablo Correa cumplirá 19 años este septiembre, lejos de Arbey, su padre (“albañil no, ponga oficial de albañilería”, dice con firmeza); de Leila, su mamá (antes madre comunitaria, ahora ama de casa), y de Jefferson, su hermano (“el sí es albañil”, aclara). Ellos están allá, en el barrio Castilla, en la comuna 5de Medellín. Él está aquí, en Puebla del Río, que es mucho más que un pueblo andaluz y un río al sur de España, con sol de verano y 40 grados a la luz: es como si no existiera la sombra.
Juan vive en la calle Cervantes, en el número 16. Una casita de dos pisos a la que algún día le pondrán una placa que diga: “Aquí nació y vivió José Antonio Morante de la Puebla, artista y torero, torero y artista”. Morante de la Puebla es un torero con cara y cuerpo de gitano que fuma puros entre faena y faena y al que siguen por los ruedos centenares de fieles. Si fuera futbolista, Morante sería –en las tardes en que anda inspirado– la suma de Messi y Neymar. Cuando está mal, lo miran como a un cualquiera.
Juan conoce a Morante a la distancia. Digamos que por sus obras. Sin embargo, vive en su casa natal y duerme en el que fue su cuarto. Paga un arriendo casi que simbólico, con una plata que le da adivinen quién: sí, el maestro Fernando Botero.
¿Cómo es que el novillero de la comuna de Medellín que aquí se hace llamar Juan de Castilla, por nada diferente que rendir homenaje a su barrio, tiene a un pintor y a una figura del toreo como padrinos, sin conocerlos personalmente?
Por casualidad o fortuna. Juan cree que las cosas pasan por algo, siempre y cuando uno haga lo que tiene que hacer. Y así como la visita al museo podría ser el comienzo de esta historia, él prefiere otro: la vez que a su papá le salió un trabajo en la casa de una finca donde había toros de lidia.
Mientras su papá asentaba ladrillo, la curiosidad lo llevó a colarse para ver cómo probaban la bravura de unas vacas esmirriadas que galopaban y embestían en un ruedo cercado. “Me impresionó que con tanta delicadeza en el manejo de unas telas se pudiera dominar la fuerza de los animales”, cuenta Juan ahora, en una esquina de Almonaster la Real, donde acaba de triunfar, un pueblo a 40 kilómetros de la frontera con Portugal. Habla con el mismo acento paisa con que lo haría en el parque Berrío.
Aquella vez, al salir de la finca, le dijo a Arbey. “Papá, no se afane más por mí, ya tengo lo mío, voy a ser torero”.
¿Y con qué dinero? fue lo primero que se preguntaron en la casa. Él les dio la solución: había una escuela de toreros en la ciudad. Cuando averiguó por los requisitos debió echar mano de nuevo a la imaginación, pues era muy cara para una familia como la suya. Entonces propuso que hablaran con el ganadero de la finca aquella, Ramón Amed, a ver si les daba alguna ayuda. Amed se comprometió a donar unos animales para que los muchachos dieran los primeros pasos y pases, siempre y cuando Juan tuviera derecho a estar en la nómina de principiantes.
No tardó en caerle del cielo un nuevo protector: José Fernando Arango, un torero en retirada y profesor de la escuela. Al principio lo puso a hacer las veces de toro para que los demás lo lidiaran. La suerte quiso que los muchachos mayores que había allí pronto encontraran un camino para ser toreros (uno de ellos, Sebastián Reyter, tomará la alternativa este octubre en Madrid), mientras muchos, casi todos, elegían otra brega en la vida diferente a esta, casi siempre desagradecida, de los capotes y las muletas.
Así, por orden de antigüedad, pero más por condiciones, Juan de Castilla pasó al primer lugar de algo que no servía para mucho: ser novillero en Colombia.
Había entonces que buscar un lugar en España. Eso eran tres líos distintos y dos personas para resolverlos: Juan y José Fernando, su instructor, apoderado, mozo de espadas, paisano, consejero y amigo. Primero, los tiquetes. Segundo, un pequeño capital para mantenerse al menos un año. Tercero, las visas.
“Se me ocurrió lo más difícil: dar con el maestro Fernando Botero. Nadie como él ha defendido tanto la fiesta de los toros. Así que me propuse conseguir su correo electrónico. Sabía que había becado muchachos para estudiar música, pintura, restauración y no sé cuántas cosas más. ¿Por qué no podía patrocinar el sueño de un muchacho humilde que quería ser torero?”, dice José Fernando, luego de un martes de regreso, que comenzó en San Adrián (Navarra), donde Juan salió por la puerta grande la tarde anterior.
El 1°. de septiembre del 2011 el apoderado se armó de valor y escribió. Ocho días después, el 9, como si supiera de la fecha del cumpleaños de Juan, el maestro Botero decía que sí, les ofrecía pasajes y una cuota mensual para comenzar a echar a andar ese carro de ilusiones. La visa fue un toro más bravo, pero al fin la consiguieron.
Llegaron a Espartinas, cerca de Sevilla, y casi se mueren de soledad. Es una ciudad dormitorio y un lugar donde los vecinos pasan de largo en sus carros lujosos. Un Beverly Hills en euros, aunque en la crisis todo es a otro precio.
“No teníamos televisión y entonces todo se sumía en un silencio que al principio me ahogaba”, cuenta Juan. Pero eso no era nada porque si alguien tenía problemas, pensaba, era gente que conocía en Medellín. Por ejemplo, algunos de sus amigos. Camilo, quién sabe si tenía para ir y volver a la universidad. O Vladi y Johan, con quienes había aprendido a corretear por las calles empinadas de la comuna y que andaban dando brincos para sobrevivir, en medio de la lucha por el poder de las bandas que imponen su ley en las calles, con ese mismo peligro sordo que tienen algunos toros mansos.
Ahí, en las horas largas, con alguna revista en las manos o un libro de segunda, Juan, el bachiller, dice que se encontró consigo mismo. Descubrió que pintaba árboles a lápiz y que no le quedaban mal. Encontró que escribía un diario de las fincas y los tentaderos a los que lo dejaban entrar. Y supo que era capaz, con un puñado de lentejas y un pedazo de chorizo, de armar un puchero sin que prendiera fuego la cocina, cuando en Medellín, y echa a reír con ingenuidad de niño grande, se le quemaba “hasta el agua”.
José Fernando desempolvó su libreta de contactos y poco a poco comenzaron a aparecer las oportunidades. Casi todas a puerta cerrada, en el celo de las ganaderías. Los toreros ya hechos le dejaban, y le siguen dejando, pegar unos cuantos pases a las vacas.
Allí despegó, hasta el punto de que un día le echaron un toro de esos que bien se pueden lidiar en la Macarena de su ciudad o en la Santamaría de Bogotá. La faena le mereció el mejor piropo que le han echado. Se lo dijo la ganadera: “Usted es torero de esta casa”.
Al mismo tiempo lograron matricularse en un concurso de novilleros que organiza un canal de televisión en Andalucía. Es una correría por pequeños pueblos, como ese Almonaster. Arrancaron casi 70 y al final quedaron nueve. Estaba entre ellos. Triunfó ese día, pero no lo llamaron para la final. “Tres amigos jamás torean en la misma tarde y en la misma plaza”, aprendió ese día.
Y como no solo de Andalucía vive el hombre, lo llamaron de Cabanillas del Campo, cerca de Madrid, y de San Adrián, al lado de Pamplona. Cortó seis orejas en las dos tardes. Ahora lo espera Bayona, en el sur de Francia, el 10 de agosto.
Ahí, en todo esto, hay otros ángeles de la guarda. Uno es mujer. Se llama Olga Holguín, la fotógrafa colombiana más importante del escalafón taurino español. Gracias a ella tiene casa en Puebla del Río y un vestido para torear. Los padres de Morante se la arrendaron. El traje se lo regaló a Juan, por petición de Olga, David Fandila, a quien llaman El Fandi, el mejor torero banderillero de estos tiempos. Hubo mucho más que ajustar la talla, casi volverlo a hacer nuevo. Lo hizo Justo Algaba, el sastre de toreros más importante del sur de España, a pesar de que quien lo había cosido era Fermín, el más famoso de Madrid. Es como si a Carolina Herrera le tocara arreglar algo de Óscar de la Renta.
Así como cuidan ese traje, un azul marino y oro, Juan y José Fernando se preocupan en mimar al otro, uno blanco y plata, que le sirvió al apoderado para tomar la alternativa hace 24 años. Hasta hace un mes era el único que tenía. Para actuar en Cabanillas le prestaron uno gris, y el toro lo hizo pedazos. “Era de un novillero español. Después de la cogida me dijo que tranquilo, que no pasaba nada, pero qué va, tengo que responder. Le había dicho que se lo devolvía enteritico y le voy a cumplir”, anota Juan.
Paco, un vecino pensionado, se le ofreció como chofer. Él completa la cuadrilla. Sufre del corazón, pero no cuando va a toros. Se mete centenares de kilómetros para llevarlo y traerlo a donde tenga compromisos. Le dan lo de la gasolina y alguna cosa más. Pura afición.
Como la tiene la familia Correa, en Medellín. Cuando los sábados transmiten las novilladas por televisión hay veladoras encendidas a la Virgen de la Macarena y a la de Fátima, para encomendarles que cuiden del muchacho, mientras cazan la señal por Internet y dejan lista la frijolada para el remate de corrida. “Yo me pongo muy tensionada, me da la caminadera, pero no sé por qué el día que torea me quedo como tranquila”, dice Leila desde Medellín. “Si mi hijo Juan es feliz con eso, Dios proveerá. Mi marido, que ahora está con Jefferson haciendo una urbanización en Las Palmas, piensa lo mismo. Todo se lo debemos al Señor, a la Virgen, a los amigos que nos han ayudado y al maestro Botero. Yo lo admiraba desde antes de todo esto, pero si ahora siento algo, eso es gratitud. No me va a alcanzar la vida para agradecerle”.
Pero, ¿es buen torero Juan? Quien habla es nada menos que Iván Fandiño, torero vasco, indudable suceso de la actual temporada: “Más allá de toda la admiración y cariño que me despierta Juan como persona, tiene todas las condiciones favorables para cumplir su sueño. Pocos resuelven (las adversidades o las condiciones difíciles de los toros) como él”.
Acaba de verlo torear en Cabanillas del Campo, a donde ha ido expresamente a acompañarlo. Juan le brinda la faena de uno de los novillos y le promete que será torero, porque “no tengo planes de irme a coger café”, aunque si aparece alguien que le ayude a renovar la visa, a punto de vencerse, le tocará tragarse sus palabras.
Juan, ¿y el maestro Botero? “Espero verlo en persona para darle las gracias y brindarle dos toros, cuando ya haya tomado la alternativa. Uno, en Medellín o en la plaza que sea en Colombia. Y otro, en Las Ventas de Madrid”. Es otro de sus sueños. Como aquellos que confiesa en voz baja: ser arquitecto o zootecnista; eso sí, antes que nada, torero.
Sea como sea, de Castilla, en Medellín, vino alguien a hacer historia en Castilla La Mancha, y a lo largo y ancho de toda esta piel de toro que es España. Es Juan, el hijo de Arbey y de Leila. Juan de Castilla, el torero flaco de Botero.
VÍCTOR DIUSABÁ ROJAS
Especial para EL TIEMPO
Especial para EL TIEMPO
José Fernando Arango
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