miércoles, 26 de octubre de 2011

Una de las historias más emocionantes del campo bravo



El toro manso que al morir deprimió a Antoñete




Romerito come tacos de pienso y bellotas de la mano del maestro Antoñete.
Romerito come tacos de pienso y bellotas de la mano del maestro Antoñete.

Por Julio César Iglesias Fotografia de Chema Conesa Publicado en el magazine de El Mundo

A primeros de octubre, Antoñete hablaba una vez más con Pedro Gutiérrez Moya, el Niño de la Capea.
–¿Cómo te va, Antonio?
–Todo ha cambiado desde que falta Romerito. Ya sabes que con Romerito II, el sucesor, las cosas nunca fueron iguales. Con Atrevido y Siestecita, los otros sementales, tampoco. A finales de junio me he desprendido de la ganadería.
Romerito fue un toro puro Murube que Capea le regaló en 1993. Poco antes, Antonio había comprado 25 vacas del mismo encaste. Sería una especie de patriarca de la ganadería con la que pensaba cumplir un sueño pendiente: su último sueño profesional. Las razones de esa preferencia eran muy simples. Fiel al principio según el cual todo torero hace su carrera a partir de un único toro, Antonio Chenel (Madrid, 1932) llevaba en la cabeza a un murube de Bohórquez al que le había cortado las dos orejas en su temporada de alternativa. La fijeza de aquel Casablanca y su galope templado y progresivo estaban hechos para una muleta de alta costura como la suya. Representaba su ideal de toro, así que...
Pedro y Carmen Capea decidieron regalarle a Romerito. Era utrero y procedía de una tienta de machos, un casting de sementales que habían organizado como siempre en Espino, su finca salmantina de San Pelayo de Guareña. Participaron en él Mario Herrero y Javier Conde, fue lidiado por Mario y recibió una buena calificación: sobresaliente en el caballo y notable en la muleta. «Bravísimo y muy pronto, pero demasiado agresivo», anotó Pedro en su cuaderno de campo. Además era listón; tenía el espinazo rubio, y a Pedro, muy escrupuloso con tipos, colores y comportamientos, le gustaban las capas negras. Un día sonó el teléfono. Llamaba Antoñete: dijo que iba a emprender su aventura de ganadero. Había comprado una punta de 25 vacas.
Meses más tarde, en su finca de Navalagamella, al norte de Madrid, impaciente como un padre primerizo, Antonio despachó una cajetilla de tabaco mientras esperaba la llegada del camión con su semental. De pronto se abrió la trampilla y apareció aquel torazo. Era un galán, un pavo, el tren de las doce. Lo que se dice un tío.
Instintivamente le retocó el nombre. Para él no sería Romerito: sería Romero, Ro-me-ro. Como declaración de intenciones, lo echó inmediatamente a las vacas. Romero se distanció, se acomodó y empezó a hacer su vida íntima sin incidencias.
Al final del otoño, Antonio repasó las encinas: se habían cuajado de bellotas. Empezó a varear, el suelo se llenó de aquellas cuentas doradas, puro ámbar, y las vacas estiraban el cuello y venían a fisgar. Antonio miró de reojo por si Romero se proponía marcar el territorio y tocaba salir de naja. Nada que temer: seguía las operaciones a distancia, indiferente como un tótem. Tranquilo él, tranquilo yo.
Embebido en las tareas de campo, Antonio repetía invariablemente sus rutinas de ganadero: vareaba las encinas, permitía que las vacas se acercaran a discreción y fumaba su cigarrito, sentado en uno de los tres poyos desde los que se abría el horizonte de la finca. Por la fuerza de la costumbre, un día fumó, vareó, se distrajo, resopló y justo entonces sintió un toque sospechoso en el empeine del pie izquierdo. Para alguien que había matado más de mil toros estaba claro que aquél era el toque redondo de la pala de un pitón. Casi no se atrevía a mirar, pero miró. Sobre el zumbido de su propia yugular, la música de la taquicardia, acertó a verlo sin interferencias. Era el mismísimo Romero: el expreso de las doce.
En situaciones como aquélla había que abstraerse y escuchar al sistema nervioso. Se encogió de hombros, aceptó la situación con el estoicismo sobrio de los toreros, Elegancia bajo presión, decía Hemingway, y murmuró, como en una confidencia, lo que estaba pensando.
–Sé que no tengo escapatoria, Romero. Además no habría dónde ir. Puede que te arranques y que me eches mano. En ese caso estaré perdido: ya ves que la casa queda lejos y que no hay dónde resguardarse. Me quedaré aquí, esperando a que decidas por los dos. Y que pase lo que tenga que pasar.
No hubo cogida. Tiempo después, imposible saber cuánto, Romero se fue muy despacio. Empezaron así una relación telepática. Cada vez que se le aproximaba aquel grandullón de casi 600 kilos, Antonio sentía una mezcla de inquietud y curiosidad. La superaba con un antiguo recurso de superviviente: ante la sensación de peligro lo aconsejable era disfrutar del miedo. Si acaso, se permitiría algunas precauciones elementales. Por ejemplo, la de recoger dos puñados de las bellotas mejor esmaltadas para llenarse el bolsillo. Luego encendía el cigarro y fingía indiferencia, como quien se hace el quite del perdón.


En cuanto le veía, Romero se acercaba con la prestancia de los toros dominantes. Para prevenir malentendidos Antonio le lanzaba las bellotas 10 ó 15 metros más allá. Pero Romero seguía avanzando sobre sus pezuñas de plomo, y él recuperaba la sensación de fragilidad y le repetía su habitual discurso de subordinado.
–Sé que no tengo escapatoria, Romero. Además no habría dónde ir...
–Cuando quiso darse cuenta, estaba dándole las bellotas en la mano. Un día llamó a Pedro Capea.
–Aunque te parezca mentira, Pedro, no me has regalado un toro: me has buscado un amigo. Le hablo, se acerca, me respeta, me escucha, le doy de comer...
–Pero, ¿te has vuelto loco? Eso es una chaladura de ganadero nuevo, Antonio. Digo más: un día se va a arrancar y te va a partir en dos. Ya es un milagro que ahora mismo puedas contarlo. Si no quieres tener un disgusto serio, recapacita. ¿Vale?
–Vale, Pedro.
No valía, Pedro. Pasó la temporada de bellotas y Antonio le ofrecía en el cuenco de la mano unos cuantos tacos de pienso compuesto. Romero los retiraba con una delicadeza inaudita. Tenía la cornamenta larga y acapachada; dos leños que se abrían, bajaban y remontaban su curva de guadaña. Aunque le habían recortado las puntas en Salamanca, parecía imposible que en algún movimiento instintivo no le alcanzase las sienes con el pitón. El secreto era sorprendente: antes de volver la cabeza, daba un pasito atrás. ¿Cómo podía evitar su fascinación por aquel toro?
En 1997 Pedro Capea le hizo una petición inesperada: «Oye, Antonio: querría que me prestases a Romerito durante algún tiempo para echárselo a las vacas otra vez. Todos sus hijos han salido extraordinarios. Cuatro de los toros por los que me han dado el premio a la mejor corrida de Fallas eran suyos. El toro Ladrillero al que Ponce le cortó el rabo en la feria de Salamanca también...
Romero volvió a Espino. En el viaje a Salamanca desguazó la caja del camión. Luego, a su llegada, proclamó la ley marcial y empezó a embestir como una excavadora. Aún más: en un descuido se arrancó por sorpresa, alcanzó el caballo que montaba Pedro y estuvo a punto de derribarlo. Posteriormente fue trasladado a El Cañito, la finca de Extremadura. Allí declaró la guerra total: se aquerenció con las higueras y derribó más de 40. Convertía cualquier trámite de mantenimiento en un problema.
Mientras tanto, Antonio descontaba los meses mirando el reloj. Pasados tres años, Pedro lo devolvió a Navagamella. Antoñete estaba lleno de dudas: no había vuelto a verlo, y por segunda vez llegaba precedido de su leyenda de camorrista. Abrieron la trampilla medio destrozada del camión, salió Romerito, le habló Antonio, «Vamos, vamos, ya estás en tu casa», y Romerito se convirtió en Romero.
Convivió con Antonio cinco años más. En 2004 le detectaron un bulto en un costado. El veterinario lo examinó en la corraleta y puso mala cara. Compungido, Antonio preguntó si no había alguna solución quirúrgica para el caso. La dolencia era incurable.
Por último, quiso saber qué esperanza de vida le calculaba. El veterinario respondió que dos o tres meses. Antonio tomó una decisión: le abriría la puerta y lo dejaría que se fuera con sus vacas. Quedaría con él a la hora convenida. Como siempre y hasta el final.
Romero murió en algún momento del verano. Se fue al limbo de los toros y dejó a Antoñete como un alma en pena.

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