Para mi amiga Cristina Padin, con quien tantas cosas me unen y tantos kilómetros me separan,mis recuerdos del maestro Ordóñez, y una parte de mi infancia, a ella que tuvo una infancia ordoñesista
Todo empezó cuando mi tío abuelo Ricardo Salvado, que estaba en barrera, se lanzó al ruedo y pegó tres muletazos sin enmendarse. La historiografía familiar hace tiempo que olvidó si esto sucedió en Brozas, pueblo natal de las gentes de mi yeya María Jesús o en Cáceres; pero en lo que coinciden todas la fuentes es que a la bisabuela Manuela Muro le dio una alferecía cuando se enteró y que los aficionados y conocidos le aclamaban al grito de ¡eres un hacha Salvado, eres un “petit Belmonte”! que le sabría a cuerno quemado al bueno de tío Ricardo, porque además de partidario, era amigo personal de Joselito.
Las imágenes se confunden en mi memoria. Si la infancia de un hombre es su patria, mi patria son estancias en Los Romeros, una yegua Mimosa, un mastín Sultán y mi idolatrado tío José María siempre yéndose o viniendo. Las mañanas, en la amplia cama de matrimonio, partida por la muerte del abuelo Vicente, con la Yeya y su recitar del que sólo recuerdos estrofas sueltas
Y, en Talavera
A Joselito
Un toro infame
Muerte le dio
Pecado de impúber, no presté la atención necesaria y nunca trascribí las lecciones de historia familiar que cada mañana se dictaban entre las cálidas sábanas de la cama de la yeya, desayunando pringadas, churros o migas. Creo tener el derecho a ser heredero y hacer mías las vivencias y recuerdos de mis muertos. La leyenda familiar habla de comidas todos los jueves en casa de tío Manolo en Madrid, calle Menéndez Pelayo, con tío Ricardo de comensal fijo y, como invitado habitual, José María de Cossío. La leyenda cuenta como tío Ricardo le rebatía al escritor datos, opiniones, y era indefectible la llamada de Cossio los viernes a las dos menos cinco, para no entorpecer el rito gastronómico, donde reconocía la absoluta razón de mi pariente extremeño.
La afición la hereda de sus tíos mi padrino, José María Merino, Conde de Sorróndegui, piloto de helicópteros, buena gente hasta el dolor, caballista y taurino en los años sesenta, ordoñesista de pro, capaz de seguir al maestro a Madrid, Bilbao, Pamplona, Vitoria, etc. Guardaba miles de anécdotas sobre el maestro de Ronda, como aquella de la tarde de la Virgen Blanca, donde, bajo un aguacero y sin zapatillas, hizo que nadie se moviera de la grada y cortó un rabo o esa otra de la noche después de una corrida en Bilbao, ya saben: en una de esas salas de fiesta donde se reunían las niñas bien de familia mal con los niños mal de familias bien –Rumaniesca, creo recordar el nombre del antro de añejos sabores–, donde hubo un altercado de orden público entre partidarios y detractores por una falta al maestro, con Ordóñez presente y sin intervenir.
Yo aparezco después en esta historia. Tengo ocho años, criado entre viejos, el Kiosco de Brozas o la Concordia, El Lido, El Montero, en Cáceres, una infancia con mi querido padrino, vida social de barra, de charlas y amistades infinitas de una convidada, de porfías y mandados. De vivir en la palabra de otros: los niños, ver, oír y callar.
Una mañana estamos en Sevilla, en la Pañoleta, parada y camino necesario entre Extremadura y Huelva, dos de mis mil tierras; copas, tapas sobre pale de estraza, conversación taurina, hablan los sabios, viejos banderilleros, novilleros que no llegaron, veedores de aquellos tiempos, el Potra, el Tito, gentes del toro. Más copas y ya no es por la mañana, el espacioso patio se hace estrecho, se levanta uno y con los brazos en las sienes imita los leños de un burel que alguno de ellos banderilleó en la Maestranza, otro se indigna y bajando la mano hasta la rodilla muestra por donde iba el toro, como la muleta del maestro salía una cuarta por debajo y… ¡sin que se la tocase!
Más copas, ya tampoco es por la tarde, un viejo gitano rico y extremeño se arrebuja la chaqueta y simula un paseíllo al grito de: “¡Es un toreru dentru y fuera, huele a toreru anda en toreru y es toreru dende que lo parieron, chiquinu (y me mira), dende antis que el niñu la Palma lu concibiese¡”
Aquella tarde quedó demostrado empíricamente que Ordóñez es un Dios, Curro una posibilidad a media altura, Paula un capote y Cortés un sueño. Nadie después de aquello se atreverá a rebatirlo, al menos en mi presencia. Las loas, los halagos de aquel día dejaban en pañales a los gitanos de Benlliure, de Zabala. Welles o Heningway eran estudiantes de bachillerato al lado de aquellos viejos filólogos y sus pleonasmos y retruécanos. Goya era un aprendiz frente a la iconografía de ese día de cátedra de tauromaquia.
Al montarnos en el coche mi pregunta era obvia. Si Antonio Ordóñez es Dios, ¿por que no está en cielo? Mi padrino es de pocas palabras y guarda silencio, el gitano se echa a reír y me revuelve el pelo, sólo cuando años después veo un atardecer en el Tajo al lado de mi amor, entiendo que los dioses del toreo pueden elegir su propio cielo.
En la imaginación de un niño este tipo de viajes toman el cariz de iniciático. El posterior viaje a Ronda es ineludible, y recuerdo al maestro viejo, fuerte, grande, con aura de torero, con caminar imponente, las palmas de las manos vueltas hacia atrás y ¡lo juro! andaba como el gitano de la Pañoleta; media sonrisa, mirada penetrante, me dio la mano de forma extraña, no como al niño que era, ni como a un hombre, yo le tendí la diestra, y el la apretó con la izquierda, me gusta pensar que de esta forma dan las manos los dioses.
Lo vi torear tres veces: recuerdos vagos, pero impresiones fuertes que se mezclan con la memoria tribal, y todo es uno. No me atrevo a discernir qué es lo que he visto a los diez años, qué he soñado, qué he leído, qué me han contado y qué me han dejado en herencia. Pero ese sabor a torero, esa impresión de lo distinto, ese coger al toro alante y dejarlo largo con una leve curvatura y sin enmendar las plantas, eso y todo lo demás amalgamado es mi imagen de Antonio Ordóñez.
Cristina, alguien te dirá que es un mito mal curado de una infancia extraña, vale; pero que nadie se atreva a tocar mi mito, porque es el del más grande torero que ha dado la historia, como quedó demostrado empíricamente en la Pañoleta
Todo empezó cuando mi tío abuelo Ricardo Salvado, que estaba en barrera, se lanzó al ruedo y pegó tres muletazos sin enmendarse. La historiografía familiar hace tiempo que olvidó si esto sucedió en Brozas, pueblo natal de las gentes de mi yeya María Jesús o en Cáceres; pero en lo que coinciden todas la fuentes es que a la bisabuela Manuela Muro le dio una alferecía cuando se enteró y que los aficionados y conocidos le aclamaban al grito de ¡eres un hacha Salvado, eres un “petit Belmonte”! que le sabría a cuerno quemado al bueno de tío Ricardo, porque además de partidario, era amigo personal de Joselito.
Las imágenes se confunden en mi memoria. Si la infancia de un hombre es su patria, mi patria son estancias en Los Romeros, una yegua Mimosa, un mastín Sultán y mi idolatrado tío José María siempre yéndose o viniendo. Las mañanas, en la amplia cama de matrimonio, partida por la muerte del abuelo Vicente, con la Yeya y su recitar del que sólo recuerdos estrofas sueltas
Y, en Talavera
A Joselito
Un toro infame
Muerte le dio
Pecado de impúber, no presté la atención necesaria y nunca trascribí las lecciones de historia familiar que cada mañana se dictaban entre las cálidas sábanas de la cama de la yeya, desayunando pringadas, churros o migas. Creo tener el derecho a ser heredero y hacer mías las vivencias y recuerdos de mis muertos. La leyenda familiar habla de comidas todos los jueves en casa de tío Manolo en Madrid, calle Menéndez Pelayo, con tío Ricardo de comensal fijo y, como invitado habitual, José María de Cossío. La leyenda cuenta como tío Ricardo le rebatía al escritor datos, opiniones, y era indefectible la llamada de Cossio los viernes a las dos menos cinco, para no entorpecer el rito gastronómico, donde reconocía la absoluta razón de mi pariente extremeño.
La afición la hereda de sus tíos mi padrino, José María Merino, Conde de Sorróndegui, piloto de helicópteros, buena gente hasta el dolor, caballista y taurino en los años sesenta, ordoñesista de pro, capaz de seguir al maestro a Madrid, Bilbao, Pamplona, Vitoria, etc. Guardaba miles de anécdotas sobre el maestro de Ronda, como aquella de la tarde de la Virgen Blanca, donde, bajo un aguacero y sin zapatillas, hizo que nadie se moviera de la grada y cortó un rabo o esa otra de la noche después de una corrida en Bilbao, ya saben: en una de esas salas de fiesta donde se reunían las niñas bien de familia mal con los niños mal de familias bien –Rumaniesca, creo recordar el nombre del antro de añejos sabores–, donde hubo un altercado de orden público entre partidarios y detractores por una falta al maestro, con Ordóñez presente y sin intervenir.
Yo aparezco después en esta historia. Tengo ocho años, criado entre viejos, el Kiosco de Brozas o la Concordia, El Lido, El Montero, en Cáceres, una infancia con mi querido padrino, vida social de barra, de charlas y amistades infinitas de una convidada, de porfías y mandados. De vivir en la palabra de otros: los niños, ver, oír y callar.
Una mañana estamos en Sevilla, en la Pañoleta, parada y camino necesario entre Extremadura y Huelva, dos de mis mil tierras; copas, tapas sobre pale de estraza, conversación taurina, hablan los sabios, viejos banderilleros, novilleros que no llegaron, veedores de aquellos tiempos, el Potra, el Tito, gentes del toro. Más copas y ya no es por la mañana, el espacioso patio se hace estrecho, se levanta uno y con los brazos en las sienes imita los leños de un burel que alguno de ellos banderilleó en la Maestranza, otro se indigna y bajando la mano hasta la rodilla muestra por donde iba el toro, como la muleta del maestro salía una cuarta por debajo y… ¡sin que se la tocase!
Más copas, ya tampoco es por la tarde, un viejo gitano rico y extremeño se arrebuja la chaqueta y simula un paseíllo al grito de: “¡Es un toreru dentru y fuera, huele a toreru anda en toreru y es toreru dende que lo parieron, chiquinu (y me mira), dende antis que el niñu la Palma lu concibiese¡”
Aquella tarde quedó demostrado empíricamente que Ordóñez es un Dios, Curro una posibilidad a media altura, Paula un capote y Cortés un sueño. Nadie después de aquello se atreverá a rebatirlo, al menos en mi presencia. Las loas, los halagos de aquel día dejaban en pañales a los gitanos de Benlliure, de Zabala. Welles o Heningway eran estudiantes de bachillerato al lado de aquellos viejos filólogos y sus pleonasmos y retruécanos. Goya era un aprendiz frente a la iconografía de ese día de cátedra de tauromaquia.
Al montarnos en el coche mi pregunta era obvia. Si Antonio Ordóñez es Dios, ¿por que no está en cielo? Mi padrino es de pocas palabras y guarda silencio, el gitano se echa a reír y me revuelve el pelo, sólo cuando años después veo un atardecer en el Tajo al lado de mi amor, entiendo que los dioses del toreo pueden elegir su propio cielo.
En la imaginación de un niño este tipo de viajes toman el cariz de iniciático. El posterior viaje a Ronda es ineludible, y recuerdo al maestro viejo, fuerte, grande, con aura de torero, con caminar imponente, las palmas de las manos vueltas hacia atrás y ¡lo juro! andaba como el gitano de la Pañoleta; media sonrisa, mirada penetrante, me dio la mano de forma extraña, no como al niño que era, ni como a un hombre, yo le tendí la diestra, y el la apretó con la izquierda, me gusta pensar que de esta forma dan las manos los dioses.
Lo vi torear tres veces: recuerdos vagos, pero impresiones fuertes que se mezclan con la memoria tribal, y todo es uno. No me atrevo a discernir qué es lo que he visto a los diez años, qué he soñado, qué he leído, qué me han contado y qué me han dejado en herencia. Pero ese sabor a torero, esa impresión de lo distinto, ese coger al toro alante y dejarlo largo con una leve curvatura y sin enmendar las plantas, eso y todo lo demás amalgamado es mi imagen de Antonio Ordóñez.
Cristina, alguien te dirá que es un mito mal curado de una infancia extraña, vale; pero que nadie se atreva a tocar mi mito, porque es el del más grande torero que ha dado la historia, como quedó demostrado empíricamente en la Pañoleta
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