En la Casa de las Campanas hay un cómic de color sepia, enmarcado hace mucho tiempo, que lleva el título de «Vida y Muerte de Manolete». Está justo en la estancia que separa el patio principal del caserón de las Siete Revueltas y la más pequeña, donde además de una barra de bar hay un taller de reparación de juguetes. La pieza en la que se cuentan las peripecias del diestro criado en la plaza de La Lagunilla es una biografía ilustrada con la que cualquier visitante se puede hacer a la idea del culto sin medida que la afición tiene por el diestro que acabó sus días en Linares. Justo al lado de la narración del cómic hay una imagen sin precio para quien tenga el propósito de bucear en las relaciones entre los patios y la tauromaquia, que no es que sean excesivas, pero sí que existen: Manolete aparece con un tiesto en la mano, con ropa descuidada, de faena doméstica, como si la fotografía estuviera hecha mientras arreglaba el patio de su casa. ¿De qué casa?
Ninguna leyenda responde a esta pregunta, mas el escenario de la imagen bien podría ser La Lagunilla o el patio trasero de la casa de la avenida de Cervantes a la que se mudó cuando ya era una figura. Manolete fue alumbrado en la calle Torres Cabrera, concretamente en el número 2, a la una y media de la madrugada del ya referido 4 de julio. De la calle Torres Cabrera pasó a la calle Benito Pérez Galdós número 8, y de ahí, tras la muerte de su padre, a la plaza de La Lagunilla, donde un pequeño busto recuerda hoy día a su más famoso vecino.
Fernando González Viñas, biógrafo del diestro, ha
señalado en su estudio «Manolete. Biografía de un sinvivir» (Almuzara) una anécdota que el propio torero contó sólo unas horas antes de su muerte y que tiene relación con el tema aquí abordado. «La tarde de su muerte, el 28 de agosto de 1947, en la habitación número 42 del hotel Cervantes, los periodistas K-Hito y Bellón logran entrevistar por última vez a Manolete», escribe el autor.
Preguntado por sus inicios, aquel día en que con 11 años se puso por primera vez frente a un becerro en El Lobatón, Manolete contesta: «Era mi primer triunfo. Cuando llegué a mi casa, me tiré toda la noche entrando a matar en un macetón que había. Me causaba una grata satisfacción tocar con la mano la tierra mojada de la maceta».
El autor del libro continúa con que «ese macetón mojado, el contacto de la mano con la agradable tierra húmeda seguiría a Manolete tarde tras tarde, en sus inicios, y también cuando se encontraba en lo más alto de su éxito. Si el capote y la muleta no estaban a la altura, el momento de introducir el estoque hasta la empuñadura hasta llenarse la mano de la húmeda sangre del morrillo del toro eran para Manolete un recuerdo de esa tierra húmeda que cuando niño le hacía soñar, posiblemente no con el dinero y la fama, posiblemente sólo con cumplir sus ilusiones».
El mismo autor da unas notas acerca del barrio en el que se crió Manolete, el de Santa Marina, uno de los polos de más actividad de los patios desde hace décadas, y muy vinculado además desde siempre con los oficios de la tauromaquia. «En Córdoba, el matadero estaba en la collación de Santa Marina, barrio al que pertenecía la plaza de La Lagunilla, llamada así, según Ramírez de Arellano, porque “siempre ha tenido agua”. Era una de las puertas de entrada a la ciudad, guardada por la Torre de la Malmuerta, una torre defensiva construida tras la conquista de las tropas castellanas. También junto a este matadero se acostumbraba a montar desde tiempo inmemorial una plaza de madera en la que se celebraban espectáculos taurinos cuando aún Córdoba no gozaba de plaza propia. Era la plaza de la Merced, nombre del lugar y actualmente del palacio barroco en el que se encuentra ubicada la Diputación Provincial de Córdoba. A paso de niño, Manolete estaba a cinco minutos del epicentro taurino de la ciudad. No solo eso, muchos habitantes del barrio vivían de la tauromaquia, por lo que en un hipotético paseo de Manolete hacia el matadero, el niño debía encontrarse con casas con las puertas abiertas, con vistas a los patios interiores, repletos de macetas colgando, con gitanillas o geranios y, por supuesto, con algún que otro traje de torero, de rehiletero o de picador».
También Rafael Molina Lagartijo vivió en una casa con su patio, por lo que su vida estuvo igualmente ligada al mundo de las macetas y las flores.
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