jueves, 8 de abril de 2010

LA OREJA DE GALLITO. ARTÍCULO DE NOEL UN ANTI, ANITGUO, COMO TODOS

Joselito le brinda un toro y así responde el anti que estaba en barrera, vaya antis y vaya toreros y vaya forma de recibir un brindis, aprenda señor Masedo


LA OREJA DE GALLITO

Eugenio Noel



Artículo ofrecido como regalo al Gallito por su brindis de ayer tarde.

Brindar la muerte de un toro es la ofrenda más valiosa que un español puede hacer a otro español. Los que tienen dinero recompensan el trabajo del torero con billetes de Banco o brillantes engarzados en aros de oro. Ayer, un lidiador famoso llamado el Gallito, excitado a ello por las imprecaciones de diez y ocho mil almas, o cosa parecida, se quitó delante de mí su montera negra, me habló en un lenguaje que no entiendo, y después de matar un toro me envió la oreja del pobre animal. Entonces yo, correspondiendo a su obsequio, le arrojé una tarjeta con este extraño escrito, que debía conservarse para edificación de flamencos: «Vale por un artículo en El Pueblo.» ¿Y qué otra cosa podría yo ofrecer a un torero si no es uno de esos artículos míos en los que burla burlando doy a mi pobre patria el secreto de su degeneración? ¿Qué podría, en mi forzada miseria de intelectual español, regalar al torero célebre que en el término de dos horas gana seis veces mil pesetas?
Por eso, al escribir aquella tarjeta, mientras las masas ululaban ebrias de sangre de caballo, mi mano temblaba de coraje y hubiera escrito en el pequeño espacio blanco un poema de indignación y vilipendio. Quien pensó herirme en el corazón al obligar al torero a un brindis que no sentía, logró su objeto y me dio una buena puñalada. ¿Cómo pensar que el Gallito habría de convencerme porque mató a "Amargoso" de una certera estocada? ¿Y cómo soñar yo que el Gallito pudiera jamás darse cuenta de que no mataba a un toro, sino a su misma patria? Nunca sería capaz de demostrar a ese lidiador que de las plazas de toros sale la epidemia del flamenquismo; nunca dejaría él de creer que una profesión que le reporta anualmente medio millón de pesetas no es un oficio indigno o perjudicial.
Pocos fueron los que comprendieron cuánta fortaleza de ánimo es necesaria para presenciar desde un palco los caprichos del pueblo que se divierte. Hicieron bien los que me insultaron, los que silbaron, los que aplaudieron, los que a gritos pedían que hablara; se manifestaron como en realidad son, neurasténicos, hiperestésicos, histéricos. La histeria, sordamente, constantemente, en proporciones cada vez más espantables, va consumiendo a la raza. Los caballos se pisaban sus mondongos, sus asaduras; los rehiletes de pólvora envolvían a los toros en humo cárdeno; la plebe se agitaba convulsa deseando sangre y peligro; en estas condiciones ¿quién recordaría a los espectadores los aterradores datos que yo les ofrezco en mis conferencias? Pero yo, en cambio, les observaba fijamente a ellos como un médico y me convencía de que estaba ante una raza muy enferma de la médula y me afirmaba en la idea de que el torero, inconscientemente, es el causante de todas las desgracias nacionales. ¿Qué importa que esa burocracia del mal, tocada con sombrero de paja, se revolviera contra un joven y le insultara porque aquel joven, estudiándoles, había hallado las raíces de nuestra degeneración mental en la fiesta maldita? Lo que importa es el hecho del brindis, de la ofrenda de la oreja, del sarcasmo de ese regalo bárbaro y arcaico.
El país a quien se quiere noblemente salvar paga en esa moneda la labor de liberarlo de su vicio favorito; yo acepté la moneda con júbilo, como he aceptado las lágrimas, la peregrinación, el sudor, la impopularidad, no sin antes decirle a mi pueblo que las orejas que yo deseo son las suyas, no las de los toros. Gallito es una víctima de su público. Inducido por él, me quiso demostrar que es fácil matar a un toro cuando se tiene una espada en la mano, siete toreros al lado, una muleta en la otra mano, la barrera y después de haber banderilleado y picado y toreado al desgraciado animal. Cuando Amargoso murió, ese público premió la faena con un gigantesco aplauso, protesta colosal a mis conferencias, artículos y palabras.
Y bien: ¿qué significa esta protesta del público, ese canto de triunfo de diez y ocho mil almas? ¿Qué quiere decir la ofrenda de la oreja del toro sacrificado en irónico holocausto a la defensa que yo hago de su valor, nobleza y mansedumbre? Quiere decir que tengo la razón y no tengo la fuerza; quiere decir que soy uno contra diez y ocho mil; quiere decir que España es el país de la majeza y la cobardía. ¿Por qué no contestan en los periódicos a mis argumentos con otros? ¿Por qué no oponen razones a los guarismos e ideas que yo noblemente expongo, y a falta de ellos me contestan con burlas, chistes, sandeces y vaciedades?... "Bombita" dice a mis réplicas: "No creo que haya en mi profesión eso que usted dice." "Machaquito" afirma solemnemente: "Mientras las empresas y el público me favorezcan, seguiré en mi profesión." Gallito mata delante de mí un toro, en cuyo acto yo leo su afirmación rotunda de que matar un toro es la cosa más bella de este mundo, y desde luego, la más productiva. ¿Qué haría ante estos argumentos un hombre inteligente? Conducirse como se obra con los niños mal educados: guardarse la oreja en el bolsillo y seguir predicando con mayor energía que antes, sin contemplaciones, empezando por aconsejar al Gallito se retire a sus lares y no contribuya a la degeneración de la patria que él, sin duda alguna, ama como yo.
La hiperestesia del espíritu nacional ha llegado a extremos espantosos. Mujeres y hombres se estrujan en las plazas de toros, gritan, discuten, aplauden, injurian, se agitan y es el único punto en que manifiestan alguna energía, la vana energía de las masas que imponen por su número y hacen reír por su infantilismo grosero y hueco. ¿Qué creería dar con su oreja el buen pueblo que tiene doce mil millones de pesetas de Deuda y no puede pagarlos? ¿Qué batalla creería haber ganado el pobre pueblo del barranco del Lobo? Gallito debía saber, si ese joven leyera, que los públicos que le aplauden, le miman y hasta van a presidio por defender una faena suya, están muy enfermos de una enfermedad que sólo pueden curar los cirujanos de hierro. ¡Los cirujanos de hierro!... España se ha creído que esos hombres cuando aparecen son tan débiles que fracasan ante la burla o el escarnio. Ignora la desgraciada España que se la ama tanto más cuando más se convence la inteligencia de que tal país está imbécil de remate.
Ese pueblo que se burla, ese pueblo que escarnece podrá conquistarlo todo menos que se le ame cada vez más y que por adorarla se exponga el corazón a sus puñaladas. Gallito, si leyera, si supiera los centenares de razones, datos e inventarios que yo doy cuando hablo contra el flamenquismo, le habría temblado la mano de emoción al regalarme su ofrenda y no me hubiera dedicado la muerte de uno de esos animales tan útiles a la agricultura y que aunque él no lo crea son perfectamente domésticos y no espantables fieras. Pero Gallito, como mi pueblo, no lee y cree que yo soy un detractor vulgar de esa fiesta y me prueba su valor o su destreza como Dios o Cúchares le dan a entender, cuando sería mejor que, leyendo, tomara nota y estudiara los males que causa la afición torera a nuestra patria y tuviera para el joven que los analiza toda clase de respeto.
¿Hay error? Pues a demostrarlo. ¿Hay equivocación? Pues a discutirlo. Pero demostrar el arte, la utilidad y la beneficencia de los toros haciéndolos polvo y ofreciendo orejas, es un rasgo pueril, flamenco y llamativo que nadie puede tomar en serio si no es para denigrarlo. Brindar un toro es el rasgo más español e implica cierto género de agradecimiento o cortesía. Cierto; lo cortés no quita lo valiente. He aquí el artículo ofrecido. Nunca me consolaré de haber empleado las columnas de un periódico en pagar la ofrenda de una oreja de toro. Si las odas de amor, en España, deben escribirse al dorso de un billete de Banco, estos artículos debían imprimirse al pie del acta consular en la que el autor se nacionalizara extranjero. Pero, a pesar de la oreja, hay Noel para rato, y presumo que serán necesarios muchos trofeos de esos para que yo me convenza de que mi patria está irremediablemente perdida.
Valencia, 1913

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