sábado, 11 de octubre de 2014

Una delicatesen La crónica de Barquerito en Zaragoza. Perera maltratado....


En el penúltimo coletazo del año, corrida calentita, pues, amigos pero rivales, vinieron a medirse Perera y Talavante. Queriendo o sin querer. Cosas de los dioses del toreo. Los revisteros clásicos llamaban dioses a los toreros mayores. Solo que no hubo en realidad duelo ni manera de tomarse la medida ni de pelear. La fiesta se torció inesperadamente. La condicionó el hecho de que la corrida fuera el híbrido inevitable de los dos toros de rejones, que aguaron el vino y diluyeron la salsa. Fue, además, tarde desafortunada de Pablo Hermoso: el primer toro lo derribó contra las tablas al medir mal una pirueta en banderillas, el susto fue mayor. Había clavado sin acierto y sin llegar a fijar un toro que tendió a soltarse. Los recortes por delante en galopes a dos pistas fueron aparatosos y se celebraron. Hasta el momento del percance. Con el otro toro también se vio alcanzado más de una vez Hermoso, que pretendió asirse a las astas del toro desde la montura. Una aportación circense. Tampoco tenía el toro astas a que asirse. Lo habían dejado guapo en la peluquería.
A ese trastorno se sumaron varios imponderables. El segundo de los toros de Cuvillo sorteados se rompió los tendones de la mano izquierda en el décimo viaje, si no antes, y Talavante, descarado en los medios, tuvo que ir por la espada. Antes, Perera había toreado con despacioso ritmo y casi mimo a su primer toro, hondito y engatillado, y un punto endeble. Con menos cara que la inmensa mayoría de los dieciocho toros jugados en Zaragoza en lo que va de semana. Perera toreó templado con el capote: en el saludo, cinco delantales, media a compás, revolera, larga y un recorte, porque el toro repitió codicioso. Después del puyazo, un quite seco y ajustado por chicuelinas. Talavante quitó en su turno: una tafallera ingrávida, dos lances invertidos y con las vueltas a la manera de Jesús Córdoba, media y el capote soltado en el remate. Un quite precioso. En los medios.
Perera abrió en tablas por estatuarios. Rica calma. Y, luego, en cite de largo, ya en los medios, una tanda en redondo de cinco ligados y el de pecho; y otra casi idéntica enseguida. Se estaba apagando el toro y no tan de repente. Una tanda en línea con la zurda. La imagen del muletazo de Perera tan suyo de trazo largo. Y adiós, toro, porque pidió la cuenta. Media estocada. Fría la gente, que, en cambió, jaleó a modo los lances de mano baja, sin particular ajuste, con que Talavante quiso fijar al tercero, el toro que se rompió.
A pesar de todo, la corrida iba ligera. Prometía el final. Pegado a tablas, Perera recibió al quinto con lances de rodillas de buen vuelo: cinco, y limpios los cinco, y cosidos con dos ya en la vertical y entre rayas, la media y su larga. Antes de que el toro viera ni el caballo, Perera volvió a lancear despacio y encajado, dos verónicas, y la larga y su revolera de remate, casi suntuosa, en los medios. Después del primer puyazo, el toro claudicó muy ligeramente, y Perera hizo medir la segunda vara. El palco hizo señas de que el toro estaba casi sin picar, pero Perera y su gente renunciaron a un tercer puyazo. Pañuelo blanco, tercio cambiado. Sonaron levísimas protestas y de repente sacó el presidente el pañuelo verde. El gesto de Perera debió de ser un poema. Estaba claro que el toro le había gustado.
Antes de soltarse el sobrero, un jotero espontáneo y desafinado entonó en el tendido de capotes a capela y a grito pelado un cantar, y lo celebraron. Una gracia. El sobrero, de Cuvillo, astifino, bajito de agujas, enterró pitones al tercer galope y cobró en los medios el volatín completo. Derribó en la primera vara, que tomó corrido y suelto, y perdió las manos en un mal apoyo en el segundo viaje. No llegó a caerse, pero otra vez el palco sacó el pañuelo verde. La decisión sorprendió a todos.
A escena, un segundo sobrero. Y quinto tris de la corrida, que de pronto parecía intervenida por el presidente. El palco, metido en un jardín. Este otro sobrero, de Torrealta, colorado, no tenía nada que los de Cuvillo. Palas blancas, muy ofensivo y más astifino que ninguno. Se dejó pegar en el caballo pero sin emplearse, cortó y esperó en banderillas, y empezó a apoyarse en las manos. Perera brindo al público. Sin mayor eco. Un breve tanteo en tablas. Se rebrincaba el toro. A los medios sin demora. Una tanda en redondo, otra más y todavía otra. Todas de cuatro y el cambiado de remate. La tercera, abrochada con un bucle de cuatro.
Cada vez que se paró el toro, Perera se plantó y escondió el engaño en péndulo. No descolgaba el toro, que por la mano izquierda se revolvió en corto y buscó. Perera ligó el natural con el de pecho: gran logro. Algunos pidieron música. La banda se cerró en ídem no se sabe por qué. Pareció un castigo para el torero. Sobre todo, porque el jotero espontáneo repitió en plena faena, y en otro tendido salió un imitador en réplica. No solo eso. Cuando más pesaba el toro, ya defendiéndose, un tercer espontáneo, calentito y vaso de plástico en mano, se puso a hacer chusco remedo del ooooooooolé tan gracioso y oportuno del sol de Pamplona- Un insulto gratuito. Sin segundas intenciones, pero de romper los nervios a quien sea. No a Perera, que cobró una estocada trasera, oyó un aviso y saludó.
Y, en fin, el último toro, que fue lo mejor de la tarde veraniega y ya noche otoñal. El sexto cuvillo galopó sin freno, Talavante no lo forzó, dos picotazos, el gran Juan José Trujillo desarmado por no querer ni bajar las manos en un arreón del toro, un recorte de manos altas de Barbero. Y Talavante a por todas. Con un guantelete negro en la mano herida hace casi un mes en Baza -cortados los tendones- y con unas ganas supinas, irrefrenables de torear. Y eso hizo: torear con alegría, quietud y soltura, a pies juntos, con los vuelos del engaño, por las dos manos, ligando y rematando los muletazos, con ese desorden tan de su sentido del toreo. Con ajuste y gracia. Un desarme, nada. Y ahora la música: «Vito», el más rumboso de los pasodobles de Lope. De frente y de perfil. Rumboso trabajo, a más el toro. Una estocada trasera y sin muerte. En tablas el toro, un aviso, ¡ay!

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