Comenzó don Miguel Ángel por explicar el ajuste, que era la asignatura pendiente del torero anterior, de Manzanares. Miren, así, a dos centímetros de la cadera, pies clavados, por alto y sin enmendar cimientos. La gente, anonadada ya, comprobaba que este maestro venía con una verdad irrefutable. Y tras el ajuste, la lección del temple. Don Miguel Ángel le dejó hueco al bello Bravucón, lo citó, recogió la fiereza, sopesó la velocidad, consintió la protesta, amarró con otro toque y encontró el pulso para encelar, para disfrutar el empuje durante el trazo y para vaciar la bravura. Al maestro Miguel Ángel le daba tiempo a todo eso durante una acometida del burraco.
Se distanció, cogió resuello, se paseó por el aula y, pleno, continuó. ¡Ju! Y allí estaba la muleta, adelante, planchá, una esponja parecía para absorber cualquier síntoma de violencia. Una esponja que el maestro convertía en imán, en extractor de bravura, cuando el de Victoriano perdía el celo. Lento, pausado, convencido de que aquello que explicaba era la ciencia del toreo y que todos no solo la comprendían, sino que la disfrutaban, la paladeaban, la asentían y la admiraban.
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