sábado, 29 de mayo de 2010

El Rocío con Almonte.


Es el Rocío una magnificente y poderosa expresión de todo lo popular, lo religioso, lo familiar, lo lúdico, lo empresarial, lo andaluz, lo ancestral, lo moderno, lo místico, lo profano y lo divino, lo mejor y lo peor de las pasiones y sentimientos humanos tienen cabida en esta semana de populosa explosión de verdades eternas.
Si estamos de acuerdo en que cada Rocío es distinto, íntimo de cada individuo, propio de cada hermandad, si concedemos que cada sentimiento rociero es peculiar e intransferible, las verdades, los motivos, los caminos, las tradiciones son distintas en cada corazón rociero, cada emoción es única y cada sensibilidad responde de manera diferente al mismo estímulo. La llamada de la Virgen es atendida de mil formas por los fieles.

No obstante de reafirmar esta libertad de formas en la peregrinación, visitas y culto, nadie puede negar que hay cosas que son de una determinada forma en su esencia, lo que le otorga pureza y raíz honda, y de ese tronco salen ramas, que enriquecen o desvirtúan lo sustancial, pero no aportan nada de lo medular y preeminente.
El Rocío de Almonte es el Rocío, la pureza de sus formas, la sencillez de sus ritos, la intensidad de sus vivencias y la naturalidad de sus modos acrisolados por el pasar de los siglos lo hacen el manantial de todos los modismos, la fuente donde deben beber todos los rocieros.
Su gente me dan este año la oportunidad de sumarme a un Camino único, sin noche ni charco, ni carretón, ni candelas, ni nada de lo tópico accesorio, pero con la familia como fundamento, la tribu como sentimiento, la Virgen como referente y la aldea como cercanía. Se enfila hacia la aldea después de comer en El Pinar, tras el recorrido matinal de varas, niños y galas por las calles del pueblo, todo familiar, natural, sencillo, disperso y anárquico. Por el Camino de los Llanos, sin prisas, dejando que el hermano mayor y resto de prohombres de la hermandad lleven el peso del rigor de horarios, costumbres y hasta la nutrida presentación, ya anochecido, ante la Pastora. Los paisajes hermosean al sin numero de caballistas y jinetas, los niños son ilusionados e ilusionantes protagonistas, bien en una vieja yegua marismeña, en un burrito o acompañando a los abuelos. Los abuelos, las abuelas, palabra grande por estos lares de tradición y respeto, los viejos almonteños, señores de su charret tirado por viejas mulas, hacen del camino un paradigma de lo familiar, es un pueblo que se traslada, tres generaciones que quieren de la misma forma respetar la más honda tradición de un pueblo. Todo se demora, los coches de apoyo aprovechan cualquier sombra para una paradita, el cante es fluido, la charla amena y el camino se inventa en cada tramo.

Que nadie busque la última letra de sevillanas, aquí se cantan las clásicas, Marismeños, mucho Romero de la Puebla, las antiguas de Requiebros mandan, acompañadas de tambores, pocas cajas de arte, mucha guitarra con cejilla, algún fandango y revuelo de volantes, juntas de reuniones dispares, mezcla de conceptos, las viandas, típicas, el filete empanado, el aliño, habas “enzapatás” la gamba, el jamón son los reyes, regados por vinos del año, el rebujito, una uvita de Manzanilla o Fino y la Cuzcampo fresquita. Alguna quesadilla y algún que otro amarguillo, que no pueden faltar en nuestra dulce reunión, y a los caballos
Cada carro lo llena no sólo la gente que canta en los escaños, además cada familia traslada mil recuerdos de almonteños que caminan ya por las marisma eternas, en nuestro caso, en casa de los Naranjo, es José Naranjo, patriarca de la casa donde ahora ejerce, sabia y escrutadora, el matriarcado largo y prudente de la mujer almonteña su viuda, Josefa Díaz. Ningún ausente puede soñar hacerse presente de forma tan discreta. Siempre en la conversación, en los ritos, en el rosario de Almonte por el Real sabatino y profundo, la misa, en las visitas obligadas de recibir y de hacer, en el atender hospitalario al peregrino, al amigo, al paisano, en la entrada de Huelva, y el momento esperado de la procesión. Siempre José, el esposo, el padre, el abuelo, el amigo, todos los viejos almonteños hacen del Rocío el lugar donde hacerse presentes.

La procesión, demasiado pronta, demasiada bulla, demasiadas caídas, demasiada gente joven y pocos hombres de la virgen. Eso dicen repetidamente las bocas que han gritado millones de vivas a la virgen, eso cuentan los hombros cansados por mil procesiones y traslados, hombros que han soportado miles de salvas, eso lloran los ojos cansados de ver a sus hombres saber llevar a la Virgen sin rozar la arena.
El rocío con Almonte no muere nunca, se prolonga, las casas no se cierran, el lunes es muy especial, largo e íntimo, vienen los vecinos, los porches se llenan y el corazón canta por lo bajini las coplas del otro año más, con nostalgias recientes y penas antiguas, pero ante todo con la satisfacción de haber cumplido con un deber ancestral de amor a la Virgen y a las tradiciones más puras de un pueblo que sabe recordar emocionando. No me extraña que mi hijo Manuel, de seis años, venga con una petera del Rocío
“Papa, yo quiero ser almonteño”

 

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