Aparecido en Huelva Información, Una delicia de VÍCTOR J. VÁZQUEZ
ES probable que la fiesta de los toros haya tenido su mayor exégeta en el escritor José Bergamín. La obra de Bergamín, como la de todos los clásicos, cobra un nuevo sentido cuando es releída, es un material vivo que se expande y se enciende al rebufo de lo contemporáneo. Por ello, es a la luz de estos tiempos modernos cuando adquiere significado pleno uno de los aforismos más enigmáticos de su canónico Arte del Birlibirloque, aquél que dice "los toros son un espectáculo inmoral y por ello educador de la inteligencia". Lejos de ser un ser un nihilista o un frívolo, el escritor andaluz era un hombre con dos claros referentes axiológicos, el comunismo y el cristianismo, ambos afines a su inteligencia, a su manera de comprender las cosas materiales y espirituales.
¿Por qué entonces ese canto a la inmoralidad como presupuesto educador de la inteligencia? Con el tiempo, parece claro que lo que el poeta nos quería decir es que la moralidad es el poder y que el poder tiene una genética vocación de atontar el discernimiento de aquellos sobre los que se proyecta. Frente a ello, Bergamín supo ver que la plaza de toros es un lugar libérrimo, un espacio dirigido por los protagonistas naturales de la subversión moral: el artista, es decir, el torero, y el pueblo. Desde sus orígenes, la lógica de la corrida de toros se trenza con la propia lógica de la modernidad como un espacio de libertad que genera héroes civiles y en el que el pueblo, educado a través de esa forma superior de conocimiento que es el arte, arrincona a la sedante hueste aristocrática y comulga sin intermediación eclesial alguna.
En el ruedo se ponen en juego todos los elementos que, como señala Gadamer, conforman el origen y la actualidad de lo bello: el juego, el símbolo, la armonía y el rito. Y todo se hace en ese marco pedagógico por excelencia que es aquel de la sensualidad, del erotismo. Aquellos que aluden al atavismo de la fiesta lo hacen obviando esta modernidad originaria. Modernidad política, por diferenciar una esfera civil con su propia legitimidad; y modernidad artística, por crear un canon que cumple con el destino de la vanguardia: enfrentarse al poder, no someterse a la moralidad, liberar, en definitiva. Si Belmonte fue tan vanguardista en sus formas como Kandinsky, la Monumental de Joselito fue una obra leninista, sumamente inmoral y propia de la modernidad.
En cualquier caso, esta inmoralidad a la que aludimos no debe ser confundida con la ausencia de contenido ético. Como han expuesto muy bien en su obra los profesores Francis Wolf o Víctor Gómez Pin, el toreo como arte es portador de una forma de vida ética, profundamente vinculada con la verdad, con el riesgo y con la asunción de la responsabilidad y de la propia muerte. La belleza del toreo tiene como presupuesto su verdad y, tal vez como en ninguna otra disciplina artística, el parámetro intelectual de lo ético es condición de la emoción estética. No obstante, aunque la defensa ética del toreo cuenta con un relato construido, lo cierto es que, desde hace unos años, la corrida de toros está llamada a situarse en un contexto distinto que es el propio de la posmodernidad.
Prohibida en algunos lugares, amenazada en otros, tal vez haya que asumir que este arte tan popular es también representativo de lo minoritario, de lo multicultural y, sobre todo, de aquello que resiste la pátina de la globalización. Si la modernidad originaria del toreo reside en que fue un espacio conquistado al poder por el arte y el pueblo, su posmodernidad la encontramos hoy en su milagrosa subsistencia a lo global, en su vinculación atávica con las creencias y en ser testimonio vivo de que los hombres no pueden vivir sin sus símbolos y que sólo por eso tienen derecho a ellos. Una vez más, la plaza de toros está llamada a ser el lugar que resista a una moralidad que dictamina, en este caso, el paternalismo de lo políticamente correcto, hecho poder a través de las mayorías parlamentarias.
El destino de lo bello es enfrentarse a la moralidad y la historia del torero siempre ha dado cuenta de ello. Pero no estaría demás recordar que prohibir no es la única forma a través de la cual el poder puede poner sus manos sucias sobre Mozart. También lo puede hacer poniendo banderas e intentando sacar rédito de aquello que sólo pertenece a lo íntimo y a lo universal. Por eso, cuando Esperanza Aguirre afirmó en su pregón de Feria en Sevilla que quien no quiere ser español no quiere los toros, ensució el arte de torear con la pobre moralidad del casticismo. Al vincular tauromaquia y españolidad, fue tan española como antitaurina y se olvidó del Perú, de Francia, de Portugal, de México, de Colombia, de Ecuador… Se olvidó también de José Bergamín, ese gran español que se murió sin querer serlo pero que lo hizo mecido en la siempre inmoral música callada del toreo.
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