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domingo, 12 de junio de 2011

Magnífico artículo de Juan Villa, ahora que nos encontramos en la aldea, en el que nos ilustra quien fue Fernado de Toro

FERNANDO DE TORO, EL ÚLTIMO VARILARGUERO.    Juan Villa


Retratado por Goya
Cerca de Martinazo –el hato de los Pérez de Almonte, una de  las familias ganaderas de más tradición en la marisma- pasó Fernando de Toro los últimos años de su vida, de su fantástica vida, entre  vacas mostrencas y recias yeguas, ejerciendo de maestro de una ciencia, de un arte  centenario que él supo elevar hasta la sofisticación, hasta su cumbre, y dejar simiente en aquellos cotos desolados hasta hoy mismo: el de la garrocha, la garrocha en la cría y el manejo del ganado en terreno enemigo, de riadas y hambrunas, de soles insolentes, de obstinadas humedades que terminaban pudriendo viviendas y enseres y alimentos, mas no voluntades; un lugar sólo habitable por la pasión fanática de sus naturales que, se dice,  perdían el sentido de la realidad al pasear una calle, el norte al disiparse su horizonte, lejano y cierto, las fronteras de su mundo bullente al que vivían adaptados acaso contra natura, como el cetáceo a la mar o el avestruz a la tierra.
         Fernando de Toro nació en Almonte alrededor de 1725, en cuna humilde. Entró de  vaquero en la celebrada divisa –paja y encarnada- que  los Medina Sidonia tenían en Doñana desde 1584 y que en aquellos días del Siglo de la Luces triunfaba en las plazas más emblemáticas de España, llegando con el tiempo a Conocedor de la Vacada del Duque.
         En este medio aprendió su ciencia y ajustó su arte hasta llegar a ser el varilarguero –algo así como un torero a caballo entre rejoneador y picador- más famoso de su tiempo, tiempo en el que el toreo a pie aún se consideraba un arte menor. Dice de él un tratadista taurino de la época: “Cerremos el catálogo con el más moderno que nos ha quedado, que es Fernando de Toro, a quien, puesto a caballo y en la lucha, le ajusta el emblema exagerativo de parecer un Alejandro”.
         Paseó su arte por Huelva, Cádiz, Sevilla, Madrid... y Zaragoza, donde conoció a Goya -gran amante del toro como toda criatura sensible de lo que ya Tito Livio bautizara como “Mare nostrum”- que, fascinado por el diestro, le hizo un retrato y le dedicó uno de los  gravados de su insigne tauromaquia, la estampa 27, bajo la que reza el epígrafe siguiente: “El célebre Fernando de Toro, varilarguero, obligando a la fiera con su garrocha”.
         Estuvo el diestro en activo las temporadas comprendidas entre 1761 y 1772, año que se retiró a lo grande, matando trece corridas en la plaza de toros de la Puerta de Alcalá, en Madrid, meca de la lidia.
          Anduvo también nuestro héroe en la literatura de su tiempo, Moratín en su exaltado Poema Heroico le canta en estos términos: “El insigne Fernando, a quien el toro le da triunfos, aplausos y apellido...como acostumbra en el famoso circo sereno, sin mover casi el caballo”.
         Y, como decía al principio, volvió finalmente el maestro a sus campos de Doñana, cuna mítica de los toros del tartésico Gerión, con los que lidiara el mismo Hércules, y de las vacadas moras y de los toros de ojos verdes del extremoso Fernando Villalón de los que el poeta-ganadero diría aquello de “Rebelde monstruo negro, no vencido / por el centauro aún.”
         El día 10 de mayo de 1801 partió Fernando de Toro de este valle de lagrimas, en Almonte, dejando una fortuna considerable (para su clase y su tiempo, claro) y una saga de garrochistas y guardas que aún pasean su sangre por la marisma, uno de esos descendientes francamente llamativo, del que el próximo lunes, queridos lectores, tendrán noticia en esta página, así que cerremos este artículo como lo hacían los tebeos del Capitán Trueno inflamando nuestros pechos infantiles de ansia e ilusión: “Continuará...”.
El artículo apareció en Odiel Información el pasado Lunes día 30.

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