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miércoles, 20 de junio de 2012

Santi Ortiz, como siempre, nos deleita con argumentos y bagaje cultural

Santiago Ortiz
Articulo publicado en Kaos en la Red
( aquí para leer el artículo de don Julio Ortega Fraile al que responde Santi)
Seguramente, no servirá para nada; pero, al menos algún que otro enemigo ha tenido que leer mis argumentos, lo cual siempre es positivo en un “ambiente” impermeable al raciocinio. ¡Viva el Toreo!
De Toreros y toros
En su libelo “El Torero”, publicado en Kaos en la Red, el pasado sábado, don Julio Ortega, delegado en Pontevedra de la asociación animalista Libera, abominaba de la fiesta de los toros arremetiendo contra uno de sus principales protagonistas: el torero.
Teniendo todo el derecho a expresar libremente sus creencias, incurría, no obstante, en el reiterado error de dejarse llevar por su odio para quedar atrapado en un círculo vicioso de insultos y descalificaciones que en nada se avienen con los argumentos y razonamientos que deberían acompañar cualquier crítica que se precie de seria.
Afirmar que “el” torero es un sujeto sin inteligencia para pensar por sí mismo, que deambula en la total ignorancia, sin capacidad alguna para participar afectivamente en la vida de los demás y con una sensibilidad neroniana, es una puerilidad indigna de personas adultas.


Hablar del torero como arquetipo sólo permite aseverar que es un hombre o una mujer que se dedica a torear en las corridas de toros; como novelista es toda persona que escribe novelas, o futbolista aquella que juega en un equipo de fútbol. ¿Podríamos deducir de aquí que Alejandro Dumas y Joseph Conrad cabrían en la misma cuadrícula por escribir ambos novelas de aventuras, o Messi y Pepe, por calzar borceguíes? ¿Cómo entonces osa hablar don Julio de un torero genérico como si bajo el traje de luces no latieran las más diversas personalidades? Individualidades tan distintas como José Tomás, El Juli, Morante de la Puebla, Juan José Padilla, Cayetano, etc., ¿tienen en común ser torpes, ignaros, insensibles y carentes de empatía sólo por ser toreros? ¿Son ingeniosos todos los novelistas? ¿Son atletas todos los jugadores de fútbol? A la inteligencia del lector remito la respuesta.
Más me asombra aún la forma grosera, burda, trivial, que tiene don Julio de intentar manipular nuestras conciencias dibujándonos el perfil del “enemigo”. Refiriéndose a ese torero genérico que sólo existe en su cabeza, escribe: “Su sonrisa suele dibujar un rictus de falsedad, en sus ojos brilla constante un ramalazo de odio, sus palabras se visten con una sobrecogedora carga de cinismo…” Es la misma técnica, aunque carente de la mínima sutileza, que vemos en los medios de adoctrinamiento de falsimedia –mal llamados de comunicación– cuando nos tratan de pintar una imagen odiosa de Hugo Chaves, de Fidel Castro, de Sadam Husseín, de Gadaffi, de los que llaman “perroflautas” del 15-M, o de cualquiera que el Poder haya incluido en su lista negra por ser contrario a sus intereses.
Como un niño enfurruñado, don Julio no logra reprimir su pataleta y carga contra la proverbial solidaridad de los toreros –tal vez movido por la donación de los 50.000€ del Premio Paquiro, hecha por José Tomás a dos comedores de caridad—, a la que tacha de “puro márketing” (sic), obviando, no sé si por desconocimiento o por inconveniente, los miles de festivales taurinos en que toreros de toda condición han participado gratis en beneficio de los damnificados de alguna tragedia, poniendo, no ya “el cheque”, sino la vida en juego y sin importarles los perjuicios físicos y económicos derivados de un posible percance, como le ocurriera este mismo año a El Fandi en el Festival pro campaña contra el cáncer, celebrado en Córdoba a finales de marzo, del que salió con una fractura de costilla que le hizo perder todos los contratos que tenía firmados hasta el 21 de abril, cuando, aún mermado de facultades, pudo reaparecer.
Sin embargo, pese a todo lo dicho y a otras lindezas, como llamarles “criminales”, “miserables”, etc., de las que tampoco me daré por aludido, aunque, como torero que soy –retirado desde hace muchos años, pero torero–, me afectan, lo que realmente me hace salir al paso del escrito de don Julio es su exhibición de supina ignorancia y su maledicencia sobre lo que el toreo es. No lo que él piensa que es, ni lo que es para él, sino lo que el toreo mueve y representa para los hombres y mujeres, de toda condición, que nos hemos sentido atraídos hacia ese extraordinario y extraño ritual que suponen las corridas de toros; los menos, para bajar al ruedo a medirnos con las reses; los más, para sentarse en un tendido como espectadores de lo que ocurre en la arena.
Parte don Julio de una premisa absolutamente errónea: que el toreo es “una partida amañada” y no un combate de igual a igual. En primer lugar, ninguna de ambas cosas es cierta. El toreo supone un enfrentamiento, sí; pero entre dos especies desiguales en el que el hombre es superior al animal en tanto en cuanto la inteligencia puede más que la fuerza. Desde esta perspectiva, la ética que regula la lidia buscará reducir dicha desigualdad; esto es: equilibrar la ventaja con la que parte el hombre para que el animal tenga también opciones de vencer. Por eso no se puede utilizar cualquier arma para inmolar al toro, sino sólo un trozo de tela y una espada de acero. Y tampoco se le puede torear ni estoquear de cualquier modo, sólo frente a frente y dejándose pasar los cuernos a centímetros del cuerpo. Tampoco hay amaño alguno –y si lo hay, es denunciado y criticado por la afición–, lo cual no quiere decir que el toreo sea un deporte en el que cada uno de los contrincantes tiene la misma probabilidad de vencer. El toreo es un rito que debe concluir con la muerte del toro –salvo caso de indulto en premio a la bravura o nobleza exhibidas por el animal–, independientemente de que éste pueda herir o matar al torero, o ponerlo en evidencia, que es otra forma de vencerle. De todos modos, ¿preferiría don Julio que murieran más toreros para equilibrar las estadísticas?... Cuidado con la respuesta, porque de ser esta afirmativa vendría a confirmar mi sospecha de que tras el animalismo se esconde, en este caso, más que amor a los animales, un profundo odio hacia el ser humano.
La ética a que antes me refería impregna toda la esencia del ritual que antecede y culmina con la muerte del animal e inspira las distintas fases del combate que conduce a ella. Un combate del que, a través de la evolución experimentada a lo largo del tiempo –algo que los taurófobos jamás tienen en cuenta–, se ha ido apoderando la lírica, en una transustanciación mágica de la lucha en belleza. No se trata simplemente de imponerse y vencer al toro aplicando las reglas de la técnica, sino de introducirnos con ellas en un reino secreto donde se desenrosca el sentimiento, donde el arte y la estética florecen, donde la muerte es bienvenida compañera de juegos, y se la tiene por pareja de danza, y se la burla y se la busca, porque sin su presencia nada tendría sentido.
No aspiro a que don Julio me entienda, pero sí a que ni él ni ninguno de los suyos se burle del amor que sentimos por el toro, que no es, como atrevidamente afirma “una criatura atemorizada y debilitada”, sino una mole de quinientos kilos, cuya agresividad natural ha sido potenciada durante siglos por la selección cultural para convertirla en un temible antagonista. Si no me creen, sólo tienen que retar a una y dejar que les meta la mirada en el fondo de sus almas. Después me cuentan, pero… con conocimiento de causa.
Es nuestro amor al toro quien nos exige restablecer la armonía rota por el acto de violencia que supone dar muerte al animal, cosa que logra el mundo del toreo devolviendo esa vida con creces; dando mucho más de lo que quita. Para explicarlo del modo más diáfano, trasladémonos al terreno de las cifras.
En nuestro país viven, con la libertad por paisaje, en régimen extensivo que asigna algo más de una hectárea por animal, unas 275.000 cabezas de ganado de lidia. Esta cifra viene a indicarnos que cada año muere en la plaza menos del cinco por ciento de las reses que se crían, ya que considerando las temporadas de mayor número de festejos, la cantidad de reses lidiadas jamás ha alcanzado los 13.750 ejemplares. Esto significa que, gracias al toreo, la muerte del cinco por ciento de reses garantiza la supervivencia, desarrollo y cuidado del noventa y cinco por ciento restante; evidencia irrefutable de cómo el toreo devuelve con creces las vidas que quita. Porque si el toreo desapareciera –como pretenden don Julio, los animalistas y algunos ecologistas contaminados de animalismo– y se dejaran para su preservación, contemplación y posible estudio un determinado número de cabezas viviendo en el mismo biotopo convertido ahora en parque natural, ¿cuántas reses se conservarían?... Siendo más ilusos que optimistas, este número no superaría nunca el de 13.750. Entre otras razones, porque, ¿para qué más? –adviértase que ninguna ganadería brava se acerca ni de lejos a esa cifra. Pero, si además tenemos en cuenta lo especializado de su manejo, lo complicado del mismo y la profesionalidad que requiere bregar con el toro de lidia, la cifra indicada se revelaría inalcanzable por el elevado coste de su mantenimiento.
Aceptemos, no obstante, dicho número. Incluso así, tendríamos una inversión total de la situación actual; esto es: sobrevivirían el mismo número de reses que hoy se matan anualmente en los ruedos, y sucumbirían en los mataderos… ¡más de 260.000 ejemplares! Los mismos que hoy retozan, corren, juegan y se pelean en nuestros campos garantizando el futuro de su raza. ¿No sería esto una auténtica catástrofe ecológica?
De hecho, esta hecatombe ha comenzado. Debido a la crisis económica y financiera en que nos ha metido el neoliberalismo, la reducción de festejos celebrados en 2011 ha sido drástica, lo que ha originado que miles de reses bravas estén siendo sacrificadas de un artero tiro en el testuz en los mataderos españoles. Tal vez, don Julio se alegre del hecho; los ganaderos, por el contrario, están desolados; los toreros y aficionados, también, porque el toro no se ha criado para morir de esa forma, sino peleando altivo, imponente y temible en el círculo mágico del ruedo.
Dice don Julio que al toreo le ha llegado su hora. Permítame que lo dude. Con toda la disminución de festejos padecida el pasado año, todavía se celebran muchos más que en 1950. Pero es verdad que, lo mismo que cayeron imperios, coronas y sistemas políticos considerados imperecederos; lo mismo que cambiaron de cauce los ríos, se elevaron montañas, nacieron islas y que llegará el día en que la Tierra toda sea destruida, también sobrevendrá el momento en que el toreo bajará el telón definitivamente. Hasta entonces, el toro bravo tendrá garantizada su existencia. Y mientras mi cuerpo aguante, aquí seguiré defendiendo de la globalización la diversidad de las culturas –y entre ellas la del toreo–, empleando el grueso de mi tiempo en denunciar las injusticias que padecen los hombres y pueblos del mundo en manos del capitalismo y luchando por el cumplimiento de la Carta de Derechos Humanos en cualquier rincón de –parafraseando a Walter Martínez– nuestra querida, contaminada y única nave espacial. También, cómo no, para que ninguna especie animal se extinga. Pero, afortunadamente, gracias al toreo y pese a los amigos del hermano lobo y la hermana oveja, el toro de lidia se encuentra muy lejos de esa situación.
Atentamente.
Santi Ortiz
(Profesor de Física y Química, escritor y matador de toros retirado)





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