Texto Inma León, Fotos Miguel Ventura
Cortijo de Hato Blanco. |
Es imposible adentrarse en la finca de Hato
Blanco y dejar de pensar en aquella letrilla del toro de este hierro que pasta
en estas marismas. Una tierra donde en el ecuador de la primavera descansan
algunas hermandades con la meta de llegar ante la Blanca Paloma y un torillo
llora mientras ve alejarse la hilera de carretas “porque quiere ser buey manso
'pa' tirar de un Simpecao” ('Que Dios reparta suerte', de José León). Es
imposible, pues es fácil imaginarlo si una deja volar su mente y, sinceramente,
es una atrocidad estar en ese mágico lugar y no dejar que vuele.
Hablar del alma de la marisma es hablar de
Hato Blanco, es hablar de la pureza, de la idiosincrasia de una casa, de unos
valores fundamentales de los Campos Peña, que han pasado de padres a hijos y a
nietos; de respeto hacia el toro bravo y el caballo y de la propia historia del
toreo. Hablar del alma de la marisma es hablar de las faenas de campo, del
manejo con soltura del ganado y como no, del acoso y derribo.
Y precisamente esa espléndida mañana otoñal
presagiaba lo mejor. Muy temprano en dirección a Aznalcázar partimos una
expedición un tanto variopinta –José León, Jaime Roldán, Miguel Ventura,
Andrés, Eduardo y una servidora, cuatro artistas de la palabra y de la imagen,
un buen amigo curioso y una periodista-- para ser testigo de la faena de campo
por antonomasia, acosar y derribar a un animal con el fin de probar su bravura.
Pero claro este arte, porque para mí es un
arte que entraña mucha dificultad como el que canta, baila, pinta o escribe,
iba a ser practicado por los mejores pues 'la creme de la creme' estaba reunida
desde primeras horas de la mañana en el corredero de estas marismas azules.
Nombres que sólo con pronunciarlos causan respeto en este mundo y fuera de él,
Ernesto Campos Peña, sus hijos Ernesto, Curro y Manuel, que lo llevan en la
sangre; Álvaro Domecq con sus sobrinos; Manolo González con su hijo y los
Guardiola ante la atenta mirada de Jaime, un maestro de maestros en esta
materia.
Personas que llevan en su ADN las buenas
formas de coger la garrocha, de montar a caballo, de saber ver la embestida del
becerro al que persiguen en línea recta, y con la capacidad de pararle los pies
a galope tendido con el fin de voltearlo tras empujarlo en los cuartos
traseros. Y todo ello a campo abierto, de ahí su grandeza, ya que pudiendo huir
acometían contra el picador porque no se rendían al sentir el puyazo. Dicen que
es la faena de campo más antigua y más pura y, aunque hoy día hay incluso
campeonatos, en las casas más señeras de la baja Andalucía para nada está en
desuso.
Hablar de Ernesto es hablar de bondad, de saber
andar a caballo y ante la vida, y de un hombre que ha inculcado sus buenas
costumbres a sus hijos, que él a su vez ha heredado de sus antepasados, y que
ha sabido sembrar la semilla, pues nada más que hay que ver a su hijo Manuel de
doce años, del que me atrevo a decir que es un niño prodigio en esto de acosar
y derribar y seguramente en lo que se proponga.
Pero cambiando de tercio... no me hubiera perdonado pisar
este templo del campo bravo y dejar de imaginar aquella anécdota de José y Juan
que han contado cabezas que han peinado canas o que no han peinado nada y que
ocurrió en Hato Blanco. Parece que no ha pasado el
tiempo por esas paredes encaladas de la vieja placita de tientas, que hoy día
conserva el palquillo, y que fueron testigos del primer encuentro entre los
eternos rivales en la plaza e inmensos amigos fuera de ella, los mayores
protagonistas de la maravillosa Edad de Oro del toreo y de la historia misma.
Fue en esta finca el primer encuentro entre
ambos cuando Joselito era ya novillero famoso y Belmonte aún luchaba por
abrirse camino a principios del siglo pasado. El primero, altivo porque se lo
podía permitir y sin estar dispuesto a que se le posara una mosca en la solapa,
le advirtió a aquel jovenzuelo de pies planos cuando se fue hacia la becerra:
“En ese terreno te va a coger, muchacho”. Belmonte, también característico de
su peculiar forma de ser, ni se inmutó y lógicamente se llevó la voltereta,
pero insistió el trianero y, tras conseguir torear al animal, se encaró con
Gallito: “Que me iba a coger ya lo sabía yo, pero por ahí es donde estaba la
gracia de torearla”.
Han pasado muchos años desde aquel primer
cruce de miradas pero todo mantiene su esencia, que es lo fundamental para que
algo perdure por los siglos de los siglos como los secretos de Hato Blanco, el
acoso y derribo y la propia Fiesta de los toros, tradiciones invencibles aunque
vengan nuevos tiempos por eso precisamente, por su grandeza.
Ernesto Campos Peña saluda a José León, junto a sus hijos Curro y Manuel |
Álvaro Domecq y Jaime Guardiola, dos maestros. |
Ernesto Campos Peña, un señor a caballo.
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Parte de la expedición...falta Miguel Ventura, que está disparando tras encontrar sus gafas. |
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