El crimen de las fundas.
Ayer pase por la dehesa y la querencia ganó la apuesta de la vida. En contra de mis obligaciones eché el coche al arcen y me quedé, expectante, mudo y quieto viendo una punta de toros que señoreaba, tapados sus cabos hasta el pecho, por el verdor del pastizal generoso, casi primaveral.
Cinco toros iban delante. Se acercó tras la loma uno más retrasado, apareció lentamente, alarde de poderío, subiendo la breve cima, primero el morrillo, un pitón y luego el otro, el guapo era corto de badana, largo de romana
y de rabo encrespado en fiera lucha con el mosquerío. El sol tímido de este marzo extraño, de muchas aguas y pocas luces, acariciaba su testuz.
Había seis toros más, pero la majestad de ese pavo zaino indicaba quien era el rey, el zar del Quercus. Se abrió el grupo y el burel sentó sus reales entre los súbditos, elegante, majestuoso y sin afectación. Levantó el húmedo hocico para captar feromonas, las del respeto, las de la sumisión. Luego olió la guerra. La tranquilidad denotaba que nada estaba tranquilo en la dehesa. Los pitones le rozaban la espalda, humeaba su respirar, difuminando la cara y a través de esa nube de aliento me miró soberbio y entonces comprendí que el poder de ese animal no se puede capar.
Comprendí cuanto de injusto sería ver a ese toro con fundas en los pitones, parecería como un Cid Campeador con una Tizona de madera, ese animal sin sus armas sería una crimen de lesa autoridad, una honda humillación a una especie brava, cuya vida es la lucha y cuyo espíritu es la muerte erguida antes que la vida ortopédica.
En esos lares mi pensamiento andaba, cuando, de la parte contraria a la media docena, aparece un nuevo animal. Quiere bulla. Receloso mugido, rabo empinado, andares de pistolero provocador, nervios de retador y mirada perdida. No se fue a por el rey, atacó la monarquía acometiendo a un escudero, respetando escalafón, por derecho, de bravo, de pobre. La autoridad del clan, surgió de lo más hondo de la dehesa y, en una décima de mañana, surgió imponente el señor de la manada. Se enfrentó a la chuleza plena de desfachatez del provocador. El choque fue un rugido de ancestral fuerza ibérica, el sedicioso agachó la encornadura y la acometida del comandante lo montó casi a la grupa, la lid fue recia, larga y bronca. El premio lo merecía, no es poca cosa ser rey del encinar.
Al pendenciero le zurraron la badana, salió derrotado, los adláteres lo acabaron de echar entre empellones y puntazos, condescendientes y mansos, como todos los segundones. Humillado y breado salió el perdedor. Llevaría alguna cornada interna, sospecho que por la parte del alma brava, algún dolor intenso y la vergüenza pesada de la humillante derrota, hasta donde un toro herrado de bravo en el anca puede sentirse humillado después de luchar más allá de la extenuación, por una mísera migaja de eso que llaman dignidad.
Su camino no iba más allá del cercado de piedra, su rencor tampoco. Su orgullo de derrotado llenaba el aire del olor dulzón de la verdad.
Nunca ese toro, que iba herido de la peor herida que toca el orgullo del que ha nacido para vencer, nunca ese toro hubiera aceptado en su código de honor que esa pelea hubiera sido librada con fundas de cera en los pitones que le aliviasen sus heridas. Nunca hubiera usado frente al envidiado invicto la artimaña indigna de salvaguardar los pitones gracias a esas fundas, nunca podría contar en las candelas de encina de las noches de invierno esa historia de victorias espurias a ningún mamoncete. Prefiere la sencilla historia de la derrota en puntas, del dolor de lo bravo.
Se que el ganadero nunca quisiera contar que el toro de la feria de noseque feria, vivió capado, peleando de mentirijillas con espadas de madera, sintiéndose el rey de opereta de una dehesa de mentira y engaño. Se que el ganadero siente cada perdida en el campo como una tragedia, se que cada toro mogón significa un dardo más en la perenne ruina de la explotación ganadera. Pero se que no quiere jugar a Dios, que quiere al toro integro, al toro integro durante todo su periplo vital.
Hace tiempo que me andan sobrando batas blancas en la dehesa, de más andan los rifles de precisión con adormideras, empiezan a tocarme el alma la larga cola de artesanos con guantes de látex, veedores con escofinas, picapleitos con subvenciones, cuentacrotales y lugartenientes de los funcionarios de Bruselas. Y cada vez echo más en falta gentes del toro, gentes que amen al toro, que lo respeten y lo sueñen y que sepan distinguir la dignidad de lo puro frente a la vileza de la castración moral en aras del posibilismo económico falazmente integro.
Arranco el coche, arranqué mi alma de esos viejos árboles y esos eternos toros. Como siempre, Chavela decía la verdad, no daba soluciones pero daba en la tecla del alma, cuando desenterraba de su alma un clamor que yo hubiera firmado.
“Que triste me esperaba el porvenir “
El articulo me ha hecho rememorar tiempos pasados Javier. La verdad es que no hay dinero en el mundo que pueda pagar esa escena del toro en el campo. Pero como bien dices, los de las batas blancas, guantes de latex y escofina en mano se estan cargando el tinglao. Las unicas batas y guantes de latex en la dehesa deberian ser la de los veterinarios. Las demas, sobran todas.
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