Antonio Pazo, alma mater de La Venta Pazo fue referencia obligada del viajero onubense, del taurino y del amante del buen yantar y alternar.
Antonio acaba de levantarse. La taberna está en penumbra. Las botellas de licor, las de manzanilla, los frascos del tinto, y del blanco parecen dormir. Frascuelo Lagartijo Cara-Ancha , entreabren su sus rostros desde la pared. La luz que da a la calle, al abrirse despierta lo inanimado en el sopor del silencio, los ruidos de la calle se adentran, la taberna se anima…Así lo dejó escrito Cañabate en su “Historia de una taberna”. Un gran cronista de toros para el más torero de los mesoneros. Glosaba Antonio Díaz Cañabate una taberna de Madrid pero podía ser Sanlucar la Mayor, un lugar donde los dioses del toreo disfrutan desde la pared y en sus mesas, la magia y el homenaje a los sitios que reciben siempre como hogar de nómada, que viven siempre las mil vidas que en ellas se viven, que agasajan siempre y donde no se come como en casa, sino mucho mejor, por qué si no, estarían vacíos.
Hay hombres con la capacidad de hacer que sus establecimientos trasciendan y se conviertan en algo más que un recinto donde alternar, comer o concertar citas. Estos sitios mágicos se transforman en una auténtica prolongación del hogar del tabernero, otro altar al fuego misterioso de la tribu, otro lugar de recogimiento con normas y maneras de templo. Suele tener que ver esta transformación con la personalidad del mesonero, preciosa palabra en épocas de restauradores, chefs, maitres, sumiliers y otras figuras que pretenden dignificar el santo oficio de dar de comer y beber en base nombrarse a si mismos con apelativos rimbombantes. El caso de Antonio Pazo es más sencillo, siempre, desde la dura postguerra fue un ventero, un mesonero a la antigua usanza que ejercía de tal; si hemos entrado mil veces, seguro que no menos, en la venta de la carretera de Huelva a Sevilla en el pueblo aljarafeño de Sanlucar la Mayor, las mil andaba por allí, ora fuera de la barra atendiendo a todo el que entraba, ora en el comedor, ora sentado con una tertulia, taurina por supuesto, ora tras la barra, en la cocina, pendiente de todo sin parecerlo.
Hay gente tan grande que puede ser de más de un sitio, amar tantos sitios como recuerdos tiene. De Antonio Pazo recuerdo una imagen que perdurará en mi memoria mucho tiempo. Doce de la mañana de un martes, los parroquianos de siempre, los fieles del pueblo, los viajeros de Huelva en su necesaria parada tras la empinada cuesta de las Doblas, los tratantes eternos, los viajantes de entonces y llega la furgoneta de la playa, dos redes de coquinas que le entregan al ventero Pazo, que estaba quitando el polvo de un banderín del Recre, éste se da la vuelta y alza las manos diciendo al respetable, “quien en más de Huelva que yo”, este era Antonio Pazo, uno de tantos que habiendo nacido lejos quería a Huelva con locura. Uno que tenía una casa para los choqueros que era parada obligada para el refrigerio tras subir la cuesta de las Doblas detrás de un camión.
Su verdadera pasión era el toro, los toros, el toreo, los toreros, las plazas de toros, los profesionales, los capotes, las mulillas, los alamares, los aficionados. Cerca de Sanlucar pastaban Conhaysierra, Pabloromero, Albaserrada, mayorales, veedores apoderados, empresarios sabían donde fraguar las ferias, no hubiera sido posible miles de ferias de todo España que se apalabraron delante de un rabo de toro y unas copas en la casa de Antonio pazo. Desde tiempo inmemorial, mis tres años, en las paredes de su casa cuelga los más granado de la torería mundial en forma de cuadros dedicados, una mañana en ese templo del buen yantar es un curso acelerado del Cossío, la tauromaquia en cien retratos. Litri, Manolete, Puerta PepeLuis, Espartaco, Litri hijo, Juli. Fotos con, fotos de, fotos para, fotos únicas, todas con su historia, la que Antonio explicaba con delectación a cualquiera que se acercará a preguntarle, todas vivas, por que Antonio las disfrutaba, las vivía con un deleite que rozaba lo fetichista. Son objetos animados, de todas hay un antes y un después, un sitio, la Venta, una día, un modo de ser amable con todos y conseguir el momento mágico de la foto. Un dato, normalmente estás firmadas, esto habla de la necesaria vuelta del protagonista.
Me contaba el ganadero de los toros cárdenos que se nos mostraban poderosos y rematándose en “La Herrería” cuando íbamos de Huelva a Sevilla, que en su casa se mandaba a un vaquero a la venta Pazo los días de embarque o de tentadero. De esta forma cuando los visitantes llegaban al campo, ignoraban que el espía ya había llamado y siempre lo encontraban todo dispuesto “como esperándoles”. Sabían en Pabloromero que todo mundo del toro tenía tendencia a la casa de Antonio.
Me cuenta un viejo sanluqueño una historia preciosa de los sesenta, la chiquillería del pueblo esperando que pasará el coche del Cordobés en la puerta de la Venta, Manuel toreaba en Huelva por Colombinas y todos “sabían” que iba a parar a ver a su amigo Antonio, pasó el haiga del torero sin parar, y la decepción sólo fue superada por el grito de entusiasmo de los primeros que observaron que el coche daba la vuelta. El chofer era nuevo y no sabía que la casa de Antonio era una parada obligatoria para el quinto califa.
La a-49 evitó el paso obligado por la puerta de la Venta, ahora el tránsito es buscado, de obligado cumplimiento, la voluntad de ser atendido con agrado y torería, buscando el lugar sagrado donde se mantiene el fuego adorado de la tribu. En la Venta Pazo, son varias las tribus que conviven: parroquianos sanluqueños, viajantes, turistas, despistados, amantes de la buena mesa…, nos interesa la taurina, la viajera familia del toro que ha hecho santo y seña y lugar de obligada presencia. Raro es el día que algún matador de alternativa no pasa por aquí, tomar café en este lugar emblemático supone estar rodeados de personas que saben lo que es ponerse delante de un utrero.
También Antonio quiso ser torero, también quiso ayudar a algún chaval que empezaba, todo el toreo sabe que las cuadrillas que venían de algún revolcón por parte de un empresario sin escrúpulos, encontrarían un plato de comida, el apoyo necesaria y mil pesetas para echar gasolina en la casa de Antonio.
Se fue Antonio hace dos años. El nobel Cela titularía “La bonita muerte de mesonero”. Dejó de latir el corazón grande de un hombre bueno, se le partió tras el funeral del picador Rafael Muñoz, al que mató otro rayo. Entre su gente, la del toro, murió rodeado de más de veinte toreros de alternativa, cuadrillas para completar la feria de Abril, su familia, su sueño, su casa, trabajando, como siempre, no era casualidad que honrara su curriculum la medalla al merito en el trabajo.
Aquel día se fue un hombre honrado del toro, el buen mesonero que aliviaba con buen vino la sed del sediento, con buenas viandas el hambre de hambriento y con cariño y arte las ansias de torería de todos los peregrinos del toro.
Su impronta queda, y ya hay otro José Antonio del mismo son ejerciendo de druida en este templo del toreo. Que no se pierda. Nos quedaríamos como dice Sabina, sin el bar de la esquina del corazón.
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