Los Campuzano, Manzanares Ortega Cano Emilio Muñoz
LA GRAN ENTRADA, LO MEJOR DE LA TARDE (31-Julio-1985)
La primera corrida del ciclo colombino tenía bastantes aditamentos para que el público acudiese a los tendidos de la plaza. Y quien ideó el cartel, acertó plenamente por cuanto la plaza registró una magnífica entrada a la hora de iniciarse el festejo, señal de la aceptación de la oferta.
Pero, desgraciadamente, como en tantas otras ocasiones, las reses elegidas en la ganadería de Eloy Jiménez Prieto, con un remiendo de Jacinto Ortega que salió en quinto lugar, para este festejo se encargaron de estropear la tarde. Toros que no tuvieron la presentación mínima exigible, sin trapío y sin fuerzas, que rodaron en más ocasiones que embistieron, entre las justas protestas de los espectadores que se consideraban engañados. Para colmo de las desgracias, todos acusaron mansedumbre y no colaboraron al éxito de los actuantes. El segundo de la tarde fue devuelto a los corrales y reemplazado por otro del mismo hierro y de las mismas características.
Con este material, era difícil para los tres matadores poder triunfar por cuanto sus intentos se fueron estrellando con las condiciones de las reses que, según iban saliendo al ruedo, parecían haber entrado en una cuesta abajo sin remisión cuando, al comienzo del festejo, todo conducía a una tarde triunfalista.
José Ortega Cano tuvo sus momentos más destacados a la hora de banderillear a sus dos oponentes. Con su primero, manso y que buscó con descaro los chiqueros, intentó con muchas ganas el triunfo pero se encontró con un animal que en modo alguno quiso colaborar por lo que sus intentos quedaron en agua de borrajas. El público le premió sus deseos con una vuelta al ruedo. Con el cuarto, metido ya en la escandalera, prácticamente nada pudo hacer y los espectadores comprendieron la imposibilidad de lucimiento por lo que no se pronunciaron al concluir el diestro con su labor.
Las ganas e ilusiones que siempre pone Tomás Campuzano en sus actuaciones se estrellaron con las condiciones de su lote. Tuvo que lidiar al sobrero, de las mismas condiciones que el resto de la corrida, y, en un largo trasteo, intentó satisfacer a los espectadores pero era materialmente imposible, como también le sucedería en el quinto de la tarde. Dado el metraje de ambas faenas, a la conclusión de cada una de ellas, le llegó un recado presidencial y el reconocimiento del público.
Había ganas de volver a ver a Juan Antonio Ruiz Espartaco que, como siempre, puso toda la voluntad del mundo para tratar de sacar adelante una tarde que iba ennegreciéndose toro a toro. El sevillano buscó por todas partes el triunfo pero, en su primero, no encontró la ocasión ante las condiciones del astado por lo que, al fallar a espadas, fue silenciado. Sin embargo, su enorme voluntad y sus deseos de satisfacer a los espectadores, le permitió encontrar recompensa en el que cerró plaza, donde recibió una oreja, con leve petición de la segunda, siendo paseado a hombros en la vuelta al ruedo, mientras el público daba rienda suelta al enfado que había ido acumulando a lo largo del tedioso festejo debido al comportamiento de las reses lidiadas.
VOLVIERON A FALLAR LOS TOROS (1-Agosto-1985)
El tercer festejo del ciclo colombino estuvo a punto de no poder celebrarse por cuanto del anunciado encierro de El Madrigal (antes Félix Cameno), en el reconocimiento, se rechazaron tres astados, por lo que se recurrió a un encierro de Juan Pedro Domecq previsto para el cuarto festejo, pero del mismo se rechazaron cuatro toros. Como serían dichas reses. Tras muchas consultas entre la empresa, representantes de los toreros y la autoridad gubernativa, se completó el encierro con cuatro toros de la ganadería acartelada y dos (que salieron en primer y tercer lugares respectivamente) de Juan Pedro, llevándose a cabo el sorteo con bastante retraso sobre el horario previsto y después de que pendiera la posibilidad de suspensión del festejo por falta de reses adecuadas.
Los veterinarios, tras la experiencia vivida el día anterior, no quisieron repetir la situación pero, aunque las reses tuvieron una mejor presentación, tampoco sirvieron para ponerlas como ejemplo de lo que debe ser un toro de lidia al carecer todas ellas del trapío necesario. Además, estuvieron muy justas de fuerzas y mansearon en demasía, por lo que la feria marchaba mal desde el punto de vista ganadero y el público – a este festejo, tras el fiasco de los días anteriores, acudió en menor medida – seguía enfadándose cada tarde.
José María Manzanares se encontró en el que abrió plaza a un animal regordío tan escaso de cara como de fuerzas, por lo que tuvo que emplearse como enfermero. A pesar del mimo del diestro alicantino, el animal no era capaz de repetir la embestida y se caía constantemente. Con esos intentos de su lidiador transcurrió el quehacer del alicantino que, a media altura, fue capaz de sacarle algunos pases estimables, por lo que, al matar a la primera, se le premió con la única oreja de la tarde. Con el cuarto, Manzanares estuvo fácil ante un animal que fue a menos, destacando una serie de redondos ante un astado muy apagado.
El peor lote de la tarde fue a parar a manos de José Antonio Campuzano, que se encontró con un primero, con el que se lució con el capote en los lances de recibo y en un quite por chicuelinas, que se aculó en tablas y que punteaba al embestir, por lo que la voluntad del torero se estrelló con las condiciones del toro. Con el quinto de la tarde, que desparramaba la vista, no dejó que en ningún momento se confiase el matador que, con prontitud, se lo quitó de encima en tarde poco afortunada.
Parecía que el primer ejemplar del lote de Emilio Muñoz iba a ser bueno pero, a lo largo de la lidia, se fue descomponiendo, por lo que el prometedor inicio, con una buena serie de derechazos, se fue diluyendo en un insípido muletear. El que cerró plaza pronto cantó sus condiciones de manso y, pese a los intentos del torero de muletearlo en el centro de la plaza, el animal buscaba descaradamente las tablas y mostraba su poca predisposición para la pelea, por lo que decidió acabar pronto con su oponente y cerrar una corrida para olvidar por culpa de las condiciones de los toros que, en ningún momento, debieron salir al ruedo.
Vicente Parra
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